La sábana del aita

La escena es la siguiente. El aita está en el féretro con las manos entrelazadas, y toda la familia guardamos un sobrecogedor silencio, con mi madre sentada en el centro, al otro lado del cristal. Mira y remira a su compañero de vida yaciente, y se fija en un detalle que parece inquietarle. Dice que hay que cubrir sus piernas con una sábana, que es así como ha visto siempre los cuerpos en los velatorios. Cambio de escena. Damos un salto en el tiempo de un año y dos meses para trasladarnos a los vestuarios del polideportivo de Altza. Juraría que el hombre que tengo enfrente es el mismo trabajador de la funeraria que irrumpió entonces en la sala para colocar la sábana. Dudo en si decirle algo, hasta que finalmente me lanzo a la piscina, de la que acabo de salir.

–“Perdona, ¿trabajas en la funeraria?”

–“Sí, claro, y me acuerdo perfectamente de tu ama”.

A partir de ese momento me felicito por haberme decidido. Hablamos del adiós al aita, y me encanta su respuesta. “Para ti puede ser una cuestión menor, pero para las personas de la generación de tu ama, cualquier aspecto, como el de la sábana, es muy importante, y en la despedida hay que tener en cuenta hasta el más mínimo detalle”. Me habla después de muchas situaciones que ha conocido por su trabajo, como la del hombre que les pidió dormir una noche en casa con su mujer fallecida a modo de despedida. Y al escucharle hablar de todo ello con esa ternura me parece que jamás ha sido tan difusa la frontera entre la vida y la muerte.