No fuimos los únicos en hacer el mismo plan: estirar la goma de las vacaciones en el Mediterráneo y hacer una minivisita a Barcelona para disfrutar de tres puntazos de la Real ante el Espanyol en el estadio de Cornellá el 24 de agosto. Los que compramos las entradas a través del club txuri-urdin fuimos acomodados en la zona de “ultras” o “radicales”, aunque la mayoría éramos familias con niños y niñas. Dantescas resultaron algunas escenas a la entrada del estadio, donde montaron un dispositivo muy apañau para tocarle las tetas a niñas de trece años y la entrepierna a niños de 10, con colas separadas por sexo, eso sí. Y como el organizador era el espabilado de turno, los varones teníamos a tres agentes de seguridad cacheándonos y pidiendo la documentación, mientras que las mujeres, que eran tantas como los hombres, solo tenían a una. Y como tardaban las chicas, algunos las esperábamos en las escaleras, cosa que tampoco se toman muy bien los policías que controlan accesos. Nada nuevo. Así que recuerden: el daño que hacen los ultras al fútbol, incluso los nuestros, es enorme. No nos están salvando de nada ni de nadie. Sobran. Conviene no olvidarlo. Y mientras tanto, explicar a nuestros hijos e hijas qué se van a encontrar en estas situaciones, y por qué, hasta abandonar el estadio, están enjaulados en un rincón.
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