Hubo una época en la que cualquier candidato a alcalde quería que le diseñaran una campaña “como la de Obama”. Una carrera electoral pensada por guionistas antes de cine (hoy de series) en las que un emotivo discurso en las primarias en Nashua (New Hampshire) se convertiría en la canción más escuchada de 2008 y que le impulsaría a ganar la nominación del Partido Demócrata y la presidencia de los EEUU: “Yes, we can”. Con semejante alcaldable ilusionado, el problema era el del asesor de turno, que musitaba que para sí quisiera “un candidato como Obama...”. Empate sin prórroga posible entre la aspiración de uno y del otro. Aquellos años también imaginábamos que las redes y sobre todo Twitter se convertirían en el gran ágora del siglo XXI. Donde la bondad y los ejemplos a seguir serían mucho más visibles, el debate público se canalizaría y la participación ciudadana encontraría su definitiva fórmula de la Coca-Cola. Tiempos en los que Twitter era una alegre piscina infantil a la que se podía entrar sin manguitos sin que nadie imaginara que esa red se terminaría llamando X y su propietario entrevistaría a Donald Trump. En estos 15 años desde el Yes, we can, hemos perdido la piscina infantil y hemos sido incapaces de construir ese gran ágora. Aquel alcaldable no era Obama, no. Ni nosotros griegos para un ágora.
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