La implacable persecución de Julian Assange ha acabado con final feliz en su Australia natal gracias a los buenos oficios de su primer ministro, al que ha agradecido por “salvarle la vida”. El fundador de Wikileaks ha pagado un precio muy alto por la difusión de documentos de contenido muy sensible sobre las secretas actividades militares y diplomáticas del Estados Unidos, que solo después de once años de persecución judicial para lograr su extradición se ha avenido a un acuerdo por el que recupera la libertad a cambio de reconocer que cometió un delito. El de Assange es un caso que sirve para medir los límites del periodismo en el contexto de un país democrático que presume de ser el paraíso de la libertad. Un aviso a navegantes ante futuras tentaciones por buscar la verdad, porque es la revelación de la verdad lo que se castiga, no la mentira, que campa a sus anchas y que, ironía del destino, parece estar cada vez más cerca de regresar a la Casa Blanca. En el fondo, no hay nada nuevo en lo ocurrido con Assange, salvo la resonancia mundial de su caso, frente al escaso eco o directamente el silencio que pesa sobre las presiones y amenazas que sufren miles de periodistas en todo el mundo por tratar de romper la barrera con la que se guardan los secretos que esconden actividades ilegales e inconfesables a la luz del escrutinio público.
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