La muerte nos coloca ante una sima. No me refiero a la nada, que también, sino al vacío como respuesta. Cuando falleció mi padre heredé su biblioteca y como propósito de 2024 me he impuesto terminar todos los libros que empiece e ir picando de esa misma colección, en vez de dejarme mi exiguo sueldo en volúmenes que se acumulan en mi mesilla. Así, en una reciente visita a las estanterías de la casa –ahora sólo– materna, opté por una edición de bolsillo de El poder del perro, de Don Wislow, para intentar congraciarme con la novela negra, género que no está entre mis predilectos. Sé que mi padre compró la novela el 11 de enero de 2011 –casi capicúa, 11/01/2011– en la librería Hontza porque el tique sigue guardado tras la portada. También sé –o especulo– que no lo terminó: entre la página 380 y 381 he encontrado un flyer de un centro médico y psicológico con sede en la calle Ramon Turró de Barcelona que, a todas luces, funcionaba como punto de libro. El abismo me impide saber por qué dejó la lectura a medias o, lo que es más interesante, de dónde salió el dichoso flyer. Seguir leyendo más allá de la 381, por su parte, supondría que yo sé cómo continúa la novela y mi padre no, lo que, ley de vida, aumentaría la distancia entre ambos. Pero así es la existencia, no puedes dejarla a la mitad aunque el argumento te parezca un verdadero tostonazo.
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