Qué perseverante soy tropezando en los mismos errores, acomodado en esa falsa sensación de confort y duermevela. Sigue funcionando la misma inercia, nada nuevo bajo el sol. Un año que comienza a rodar y, a decir verdad, sin ningún propósito reseñable. Quizá sea la mejor manera de no fallar para una persona tan voluntariosa como inconstante. Escribía Jorge Nagore el domingo en este periódico que nos damos mucha caña, que somos muy exigentes con nosotros mismos. Y creo que tiene razón. Yo, al menos, no conozco a peor enemigo que uno mismo. El cerebro es una herramienta perfecta siempre y cuando ese caballo desbocado que es la mente sea bien domado. Una labor que exige disciplina. Pero vivir 24 horas al día con un látigo resulta extenuante, y el león, que es más listo que el hambre, espera su momento para dejar de pasar por el aro de esta vida circense. Y la mente se convierte en cacharrería que proyecta mil imágenes por segundo: haz esto, haz lo otro, empieza un nuevo curso… mil propósitos que acaban en el pozo sin fondo de la frustración. Claro que siempre hay alguna canción que sale al rescate, como nos recordaba el sábado Ariel Rot: el que tenga un amor que lo cuide, y que mantenga la ilusión, porque la vida es un baile de ilusiones, y el que no baila está muerto.