El autobús está al caer. En la parada se agolpan unas quince personas y en pocos segundos, aparecen otras tres: dos observan que hay una cola. Junto al edificio y bajo los balcones, que para eso llueve, la fila sigue hacia el fondo. Las dos personas que han visto la cola van al final. La tercera, en cambio, decide quedarse en la cabecera. Quizá no haya visto que hay una cola. Quizá sí la haya visto, pero no fue educado en costumbres sociales y esa fila no le interpela. “¡Qué costumbres tan peculiares tienen los paisanos!”. Quizá fuera educado en modales, pero ha decidido saltarse cualquier convención, porque al fin y al cabo, son hipocresía y vivimos en la era de la sinceridad, lo auténtico y toda esa patulea de valores huecos que están hasta en la sopa en nombre de la frescura y la modernidad. ¿Sirve de algo respetar una fila en el autobús o el supermercado? La filósofa Karen Stohr defiende en el libro On Manners que sí: las colas son, sostiene, una manera de respetar al resto. Llega el autobús y el último, al que se le han sumado otros dos o tres con la misma opinión sobre las filas, sube de los primeros hoy también. Nadie dice nada. El día siguiente la jugada se repetirá. O no: basta con que alguien se ponga delante de quienes no guardan la fila y al parar el autobús, deje pasar antes toda la cola. A saber qué dirán.
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