Jugar a las 18.45 horas un partido de Champions en casa podría ser considerado como ideal: ni pronto ni tarde. Lo que sucede es que aquí llevamos nuestro propio ritmo y éste es más mediterráneo y salsero, que continental y previsible. Salimos de trabajar muy tarde, y a las 18.00 horas, si ya hemos conseguido salir del tajo, estamos metidos de lleno en la vorágine de las extraescolares, de modo que si uno vive en el interior de Gipuzkoa y quiere estar sentado en su asiento del estadio de Anoeta a tiempo, se enfrenta a una odisea de dimensiones gigantescas, con una Donostia que además de tener que engullir a todos los aficionados futbolísticos, se halla metida de lleno en su regreso al hogar de la población trabajadora. Total, que en los accesos se monta un pollo de narices, un agobio extra para la paciente feligresía que ya tiene asumidos los contratiempos de todo tipo en la N-I, una carretera que siempre se encuentra en modo Pepe Gotera y Otilio, en obras y chapuzas varias, sin necesidad de que llueva. Con cambio de hora o sin él, vamos tarde a todo. Y a las nueve, esa hora a la que supuestamente nos tendríamos que meter a la cama, como europeos que somos, es cuando empieza lo bueno, hasta en la tele. Hasta los niños protestan si les quieres meter entre sábanas. Gora gu!