Entrar en Israel es casi un juego psicológico, con férreos controles a pasajeros, a quienes se retira el pasaporte a la mínima sospecha. Me ocurrió hace tres años en el aeropuerto de Tel Aviv, en un viaje con una delegación del Ayuntamiento de Donostia. Antes de poner un pie en tierra ya te están llevando, aislado, a una sala de espera en la que puedes pasarte horas. Es la carta de presentación en este enclave de Medio Oriente en el que la seguridad lo es todo. Por esa misma razón me embargó una tremenda sensación de irrealidad escuchar el sábado por la mañana las noticias, tras una madrugada en la que la sorpresiva ofensiva de Hamás asestó un golpe sin precedentes a los servicios de inteligencia hebreos, con el lanzamiento de miles de cohetes, en una operación por tierra, mar y aire. El sufrimiento de la población civil de ambos lados sobrecoge. Israel está en estado de shock, y no es para menos. Si algo te impacta cuando visitas Palestina es el sometimiento de un pueblo que agoniza ante la ocupación judía, y la desigualdad de fuerzas con respecto a un movimiento sionista que no sólo construyó una verdad, sino que a su vez contó con las estrategias que le permitieron legitimar sus pretensiones sobre Palestina, convirtiendo al habitante de esa tierra en un ser inexistente y, luego, en enemigo. Nuevo baño de sangre en un conflicto eterno que parece no tener cura.
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