Nuestro último viaje a Salzburgo comenzó con un error. Era febrero de 2018 y hacía un frío impronunciable en el césped y en la grada. En el verde, porque Eusebio sería destituido en semanas. Fuera de él, con la afición metida en los váteres con calefacción. Ahora esperan 29º grados y la Real llega a Austria con el síndrome de Lyon. Los rectores olímpicos sonreían cuando en la previa de la Champions les correspondió la Real, de la que se deshicieron bien en 2003. Quizá los austríacos lo rumian. Ganará, empatará o perderá, pero esta Real ha crecido: Getafe, Valencia y Athletic lo atestiguan en una semana de tres partidos que antes era su talón de Aquiles. La gente de la Real (freed from desire!) sigue siendo la misma gran familia que en 2018 giró en alegre biribilketa desde la cervecería de los Agustinos al pub irlandés del que también dieron cumplida cuenta periodistas mientras sonaba Oskorri. El encierro contra los toros rojos no tuvo historia y volvimos a Munich. Sin fallos: en vez de meternos en el tren de primera clase de la ida (error debidamente pagado), nos subimos a un apañado regional. Las ganas de ver a la Real pasar de ronda se evaporaron como las ganas de ver al Allianz Arena celebrar un gol: el Bayern se quedó sin marcar durante un partido de la Bundesliga en casa por primera vez… en cuatro años.