“Hola Martina, puedes venir a clase de yoga este fin de semana conmigo”. No es una pregunta, es una afirmación, y el destinatario soy yo. La remitente es una joven risueña que en su perfil de WhatsApp se nos presenta con un vestido rojo que le queda la mar de bien. A uno, acostumbrado a bregar con la infinidad de variantes que viene adoptando su apellido –Natal, Napalm, Nepal– jamás le habían llamado Martina. El caso es que el fin de semana no tengo nada que hacer, aunque menudo chasco para esa persona si, lejos de presentarse la enigmática señora, ve aparecer a un tipo ajadillo. Oye, ¿y si es una señal? Hay trenes que no vuelven a pasar. El caso es que el yoga no es precisamente la disciplina que más me seduzca. Comencé a hacer un cursillo en el polideportivo municipal Pío Baroja que tuvo que acabar mi mujer. Puff! Menuda pelmada. No podía con el saludo al sol, la cobra y la chaquetita del final para quedarte medio sopa. Es verdad que han pasado muchos años de aquello y quizás mi sistema nervioso esté ahora más predispuesto. Explorando todas las posibilidades, se me ocurre mirar en una web que alerta de fraudes, y me encuentro la misma frase dirigida a nuestra querida deportista, Martina. Está escrito desde un número de Camboya. Me quedo sin yoga. Qué manera de jugar con la ilusión de la gente.