Por alguna razón, las tropas romanas tenían prohibido cruzar el río Rubicón, que desemboca en la costa adriática, en Gatteo a Mare. Un río pequeño, corto y estrecho, muy guipuzcoano, con caudal fuerte, sencillo de atravesar pero imposible para los generales, que ya entonces eran muy militares y muy romanos. El Derecho romano prohibía entrar en Italia a ningún militar de provincias al mando de sus tropas. Solo los magistrados electos, como los cónsules y pretores, ostentaban el poder y podían ejercer el imperium dentro de Italia. Julio César lo sabía cuando por estos mismos días de enero del 49 a.C. sopesaba qué hacer mientras, muerto Craso, Pompeyo absorbía el poder del triunvirato que había gobernado Roma hasta entonces. Cruzar el Rubicón al frente de la Legión XIII era declarar la guerra y traicionar a Roma, delito castigado con su pena de muerte y la de sus soldados. Julio César dio muchas vueltas antes de ordenar atravesar el río. “Alea iacta est”, dicen que proclamó. La suerte estaba echada y la segunda guerra civil, declarada. Nada podía ser ya como antes de cruzar el río. Ni aunque se arrepintiera y quisiera volver a la situación previa. El Rubicón es la delgada línea entre la prudencia y la osadía. Aunque no siempre sepamos qué orilla es la prudente y cuál la temeraria hasta después de cruzar.