Aún no me he puesto a ver el Mundial de fútbol en serio. Pero prometo hacerlo. Me parece lamentable que se juegue donde se juega, en Catar. Sobre todo por la forma en la que se deciden estas cosas en un mundo del fútbol en el que a menudo los aficionados, y me incluyo, renunciamos a los valores éticos más básicos por el color de la camiseta. Cuando arrancó la Liga 96-97, en Anoeta, unas filas más adelante, un aficionado interrumpió el minuto de silencio por las 87 víctimas mortales de la tragedia del camping de Biescas, pidiendo a gritos que empezase ya el partido. Un gesto que censuró la plebe, pero que me apetece recordar, porque en el fútbol creo que sacamos lo peor de nosotros a menudo. Y en este caso, la pasta manda. En Catar, digo. Todos lo hemos aceptado de una u otra forma. Incluso los que estamos en contra. Es decir, no hemos puesto el grito en el cielo a tiempo; o no hemos querido hacer lo necesario, porque vivimos entretenidos con nuestras cosas. Sin excusas. Tampoco los que aborrecen este deporte y nos dan lecciones ahora, en caliente. Sí, ya sé que todo es una mierda. Lo es desde que a diario dejamos que nos dejen de importar cosas importantes, desde que odiar al que piensa diferente es rutina. Por cierto, Marruecos y Uruguay se juegan la final. He dicho.