“Tú ahora vas a jugar a lo que yo te diga y solo hablas cuando yo quiera, ¿está claro?”, le fulmina con la mirada. El aitona, como un sufrido nazareno, tira del carro por el pasillo del supermercado sin decir ni mu. Pasa a nuestro lado. Apenas son unos segundos, pero es tiempo suficiente para advertir la hostilidad de la escena. El niño que le mira desafiante, vestidito con su camiseta de la Real Sociedad, parece un tirano de manual, e inmediatamente empatizo con el abuelo que carga con el mochuelo por el hiper de Oiartzun. El pequeño dictador, que no levanta un palmo del suelo, exige atención, e impone de manera sistemática su voluntad desde la parte delantera del carro. Uno puede imaginarse a sus padres, que han acabado por rendirse y claudicar con sucesivas renuncias con tal de lograr la paz. Y el niño mimado, que pasa a ser el rey de la casa, del hiper y de lo que haga falta. Casualidades de la vida, o no, al doblar la esquina el aitona pasa una de las ruedas del carro por encima del piececito del niño rey, que comienza a lloriquear con lagrimones como uvas. Ya no se ve el rostro del aitona. Puede que esté esbozando una pequeña sonrisa mezquina, cansado de esa idea equivocada del amor por la cual los padres creemos que querer a los hijos significa complacerlos en todo, sin ejercer ningún tipo de disciplina.