Desde algoritmos que hacen que un cuadro digital cambie cada segundo hasta inteligencias artificiales que dibujan cómics, la robotización del arte nos está quedando la mar de bonita. Existe una herramienta llamada Dall-e –un juego de palabras entre la película Wall-e y el de Figueres– que permite la creación de imágenes fotorrealistas o cuadros ad hoc escribiendo un texto descriptivo. Si a esta Inteligencia Artificial se le pide que cree un lienzo de un mono escalando una iglesia con un estilo impresionista o, incluso, algo más específico como que copie el estilo de Van Gogh, Dall-e lo dibujará con sorprendente acierto. Por supuesto, estas IA nos ponen frente a un debate que tampoco es que sea muy novedoso, dado que se remonta al primer ser humano que fue despedido y sustituido por una tecnología automatizada, que me imagino que sería siglos antes de que la imprenta provocase que los copistas tuviesen una crisis de identidad. Como todo, el problema radica en la respuesta a la pregunta, ¿para qué todo esto? Sabemos que los avances suelen disfrazarse de altruismo cuando detrás solo existe el ahorro de costes y la especulación, todo muy contemporáneo, como el arte. También les digo, de vez en cuando no vendría mal darle a un botón y que esta columna estuviese ya escrita.