¿Y si la imagen que nos estamos haciendo del mundo es bastante más negativa que la real? Quizá sea ponerse una venda en los ojos, pero la Neurología nos recuerda que hay en los seres humanos cierta tendencia natural a la negatividad. La crítica, por ejemplo, tiene un mayor efecto en nuestro comportamiento que la alabanza. A esa predisposición a asomarnos al lado oscuro se añade nuestro cerebro, que siempre trata de luchar contra la incertidumbre buscando información. Y a partir de ahí, parecen juntarse el hambre con las ganas de comer, porque las malas noticias, lisa y llanamente, venden más y generan más clics. El mundo entero pasa así a formar parte de un carrusel emocional que convierte la vida en una sección de sucesos. Comienza a girar entonces la ruleta de la preocupación: de la pandemia a la guerra, para retomar después el temor por el cambio climático y sus consecuencias. Un estado de agitación permanente tan insano como paralizante. Frente a un mamut en la Prehistoria, más valía hacerle caso al miedo. Los temores actuales, en cambio, parecen más bien generados por una maquinaria interesada en los pacientes crónicos y yonkis del catastrofismo. Como si la vida –sin perder la sensibilidad por los problemas que nos acucian– no fuera mucho más que todo eso.