Cuando la alerta por el cambio climático parecía que, por fin, se abría paso entre los asuntos urgentes del mundo bajo el liderazgo de la joven Greta Thunberg, altavoz de la indignación de las generaciones futuras con el modo de vida depredador de los mayores, vino el virus y metió el problema en el congelador. Superada la pandemia, ha estallado la guerra. Además de la invasión y el sufrimiento del pueblo ucraniano, el conflicto bélico ha disparado la inflación y ha desnudado las debilidades energéticas de Europa. Acuciados por el corto plazo de un invierno que amenaza nuestro confort, los gobiernos están dispuestos a recurrir a cualquier fuente para evitarlo, incluidas las desechadas por sus emisiones de gases de efecto invernadero. Es una cuestión de pura urgencia mientras se aceleran las soluciones que nos liberen de la dependencia rusa y entran en escena los sistemas renovables de producción de energía. Pero el clima no da tregua y este verano está avisando con especial saña de lo que será capaz en el futuro si no le tomamos en serio. Me contaba el responsable de un alojamiento rural en la periferia de Donostia la llamada desesperada de un ciudadano castellano implorando por una habitación para escapar del calor. “Esto no hay quien lo aguante. Si esto sigue así en el futuro, tendremos que pensar en ir a vivir ahí”. Ojo, que la movilidad climática empieza a ser un asunto a tener en cuenta. l