ajo las faldas del Aloña, a la vera del santuario de Arantzazu, un histórico de este imponente lugar, el bar-restaurante Milikua, ha echado la persiana. El centenario y apreciado establecimiento ha sido testigo de infinidad de vivencias. Sus paredes y muros guardan las profundas y dilatadas conversaciones de grandes de la cultura vasca y conocidos deportistas. Y no solo eso. Sus puertas las han atravesado incontables montañeros, devotos, peregrinos y visitantes atraídos por un entorno privilegiado. Único.

En 2020 se ha cumplido un siglo de la puesta en marcha de este negocio familiar. Diez intensas décadas que han tejido una historia muy particular a la que se le ha puesto un punto y aparte. El pasado febrero el Milikua se tomó un descanso por vacaciones, tal y como acostumbra a hacer desde hace ya varios años. Llegó marzo y el primer fin de semana no retomó la actividad. A los pocos días se desató la crisis del coronavirus y entonces sus propietarios se plantearon la posibilidad de no volver a abrirlo. “Tengo problemas de rodilla y estoy de baja. Barajamos algunas opciones pero no nos cuadraban. Además, nuestra hija tampoco va a dedicarse a esto; ha seguido otro camino”, cuenta Angel Mari Milikua, la cuarta generación de la que bebe este inmueble que ha sido vivienda (y es), fonda, restaurante y bar.

Ojea los escritos y planos que conserva perfectamente archivados, y que acreditan sus palabras. “El edificio se levantó entre 1779 y 1781”, relata Angel Mari. En 1834, en plena Guerra Carlista, Arantzazu fue pasto de las llamas. Era el tercer incendio que sufría el santuario y la destrucción fue total. Antonio Sanoner asumió la labor de ponerlo de nuevo en pie. “Este compró el solar que más tarde se convirtió en nuestra casa, que era de los franciscanos, y al que también se le había dado fuego. Su hija se casó con mi bisabuelo Domingo Milikua Berrizbeitia, que al enviudar contrajo matrimonio con mi bisabuela, Nemesia Aizpuru”, explica Angel Mari en una pormenorizada exposición cronológica.

Ahí empieza el primer episodio de la historia familiar. “En 1920 mi abuelo fundó la fonda a la que le puso su nombre, Domingo Milikua. El negocio lo cogió después mi padre, Ángel, que era el pequeño de los hermanos”, prosigue un entusiasmado Angel Mari, que fue en 1986 cuando sustituyó a su progenitor al frente del Milikua. Ese año se cerró la fonda, pero siguió hospedando a sus clientes más asiduos. Como en familia. Lo mismo se hizo décadas más tarde con el comedor que oficialmente dejó de funcionar en 2010.

“En la década de los 60-70, cuando se celebraba, por ejemplo, la novena, se solían dar comidas de manera ininterrumpida desde las 13.00 hasta las 17.00 horas”, en alusión a los tiempos en los que su ama, Felisa Guridi, que se ocupaba de los fogones, infundia en sus guisos los sabores tradicionales de la cocina vasca. “En esta casa todos los domingos de verano había que preparar alubias, nos las pedían”, detalla Angel Mari sobre una época en la que ya regentaba el negocio junto a su mujer, Beatriz Ugarte, y con la ayuda de su hermana Arantza.

“Las cosas han cambiado mucho. Mis padres no se cogían vacaciones, a pesar de que el invierno es muy duro. Fui yo el que decidí cerrar en el mes de febrero. Antes, incluso, empezaba a haber movimiento de gente a partir de mayo, ya no es así”, relata este oñatiarra, el menor de los hermanos Milikua, que ha seguido la tradición familiar en su doble vertiente. “Esta casa ha sido estafeta de correos y yo soy cartero rural”, añade sonriente.

Si el centenario fonda-bar hablase, ¿cuántas historias, curiosidades y anécdotas desvelaría? “En un entorno privilegiado como Arantzazu, en la época de mis padres en la fonda se hospedaron pelotaris como Gallastegi, el que fuera lateral derecho del Athletic José María Orue, el entrenador de la Real José Antonio Irulegui o el ciclista Jesús Loroño, por poner algunos ejemplos”, enumera Angel Mari.

Grandes referentes de la cultura vasca como Jorge Oteiza, mientras trabajaba en el icónico friso de la basílica, y Néstor Basterretxea, en su estancia pintando la cripta, han invertido muchas horas en Milikua, al igual que Bitoriano Gandiaga, Txillardegi, y los artistas que fueron franciscanos Xabier Egaña, José Luis Iriondo y Juan Arriola, entre otros muchos. “Las tertulias que se formaban por la noche eran interminables y también las partidas de mus”, recuerda la última generación de Milikua. Acogedor donde los haya.

En la puerta puede leerse el cartel de cerrado (itxita). En las ultimas semanas fluyen emociones cruzadas. De pena y, a la vez, de descanso porque “ha habido que trabajar duro”, destaca Angel Mari, que en cierto modo se resiste a desprenderse del negocio que le ha acompañado toda su vida. Hace unos días, como explica en el tono cotidiano y cercano que le caracteriza, ofreció un caldo y un pintxo a un matrimonio de personas mayores que siempre entraba en el bar, y con otros, clientes fijos de los domingos, compartió las croquetas que habían preparado para comer.

No hay relevo generacional, y la venta o el alquiler es “impensable”. “Habría que separar la vivienda del negocio; requiere mucha obra y una gran inversión”, sentencia Angel Mari.

Milikua ha hecho historia. En su entrada cuelgan carteles del establecimiento tallados en madera. Otra de sus esencias: durante años ha exhibido exposiciones dedicadas a diferentes disciplinas. En perfecta consonancia con el arte que se respira en Arantzazu.