Los timos son uno de las variantes de estafa. Un delito contemplado en el artículo 248.1 del Código Penal que se basa en la avaricia del timado, conocida en el argot como julay, lila o primo, al que se le hace creer que va a ganar una importante cantidad de dinero u obtener un anhelado deseo.
Cada época ha tenido sus timos. El “Patio de Monipodio” está en constante evolución en sus formas y, aunque sus asiduos nunca leyeron El Satiricón de Petronio, obedecían sus dictados: Mundus vult decipi; ergo decipiatur. El mundo quiere que se le engañe, pues engañémosle.
En el siglo XVI se dedicaban a la venta de restos mortuorios como reliquias milagrosas de mártires o al abono de rescates a un intermediario de los piratas berberiscos, en la corte del rey Barbarroja, para obtener la libertad de los prisioneros cristianos. En la época del desarrollismo del pasado siglo eran billetes de curso legal –la estampita– o décimos de lotería premiados –el tocomocho–, popularizados por el cine español de finales de los cincuenta, con el final feliz y ejemplarizante que marcaban los cánones del momento.
Una variante del tocomocho la protagonizaría en 1951 un lotero sevillano que imprimió y vendió un número de participaciones de lotería del número 2704, muy superior a las que respaldaban los décimos que realmente tenía en su administración, con tan mala fortuna que resultó premiado y se descubrió el pastel. El timo le supuso una condena de 22 años y, a los loteros, la prohibición de la venta del fraccionamiento de los décimos.
En 1957, un buhonero, Román Vázquez, vendió en Logroño más del doble de participaciones del número 53414 de las que tenía respaldadas, después de adquirir dos décimos en Bilbao. Para su desgracia, tocó. Cuando los premiados fueron a reclamar lo que era suyo, se armó el taco y Vázquez fue condenado a nueve años de cárcel por estafa.
Décadas más tarde, en 1986, el encargado del Hogar del Pensionista del barrio del Cristo de Palencia, Jacinto Sánchez, decidió vender 232 participaciones del número 3772 como si dispusiera de 48 décimos, cuando sólo había comprado diez, con la mala suerte de que fue el Gordo de aquel año. Jacinto fue condenado a un año y seis meses de cárcel por estafa porque el juez solo tuvo en cuenta el valor defraudado en papeletas que ascendía a 540 euros y no los casi siete millones que los presuntos agraciados no recibieron. Pero volvamos a los timos.
En los setenta, los Rinconete y Cortadillo del momento optaron por la compra de productos de alimentación o pequeño electrodoméstico de fácil reventa posterior en mercadillos –el nazareno– y, en la actualidad, se auxilian de la informática y la inteligencia artificial para lograr los mismos objetivos, desplumar al incauto y, en el caso del timo del amor, además, romperle el corazón a la crédula enamorada.
Tampoco han cambiado los protagonistas. Por un lado, está la víctima, cuyo perfil ha permanecido invariable durante todo este tiempo. Se trata de un paleto o un isidro, un tipo que se considera listo, fascinado por el dinero fácil, que pretende aprovecharse del que considera tontito, el timador, con la ayuda del gancho, un espontáneo que pasaba por allí y que, en realidad, es el director de escena. Con cierta asiduidad, sospecho que figuro en una base de datos de tontorrones, recibo el correo del “príncipe nigeriano” que desea traspasar una cantidad importante de dinero de manera rápida y discreta desde su país a un banco del extranjero, y solicita mi colaboración y número de cuenta, estando dispuesto a ofrecerme una generosa comisión e incluso una de sus principescas hijas. Y el de “la herencia millonaria” que nos ha legado en Canadá un desconocido hermano de nuestro bisabuelo cuyo reparto encargó gestionar a un despacho de abogados de Ottawa y que nos solicita una provisión de fondos para el papeleo.
Hace unos años, gobernando en Madrid otro partido político, nos obligaron a instalar un aplicador para la televisión que, en la práctica, supuso en el caso de los aparatos viejos, su sustitución por uno nuevo. Imagino que fueron millones los aparatos que se vendieron. Una importante ayuda para el sector fabricante y distribuidor que, es de suponer, tendría su reflejo en alguna donación opaca para las arcas que, en algún paraíso fiscal, dispondría el partido.
Luego vendría la estafa de las mascarillas defectuosas frente al covid-19 y las comisiones abusivas, con los añadidos de falsedad documental y contra la Hacienda Pública que, como sabemos, algunos casos ya fueron sentenciados y otro todavía colea en Madrid.
Ahora, parece que el gancho es el BOE, asume el papel de timador la DGT y nos asignan el papel de lilas a todos los propietarios de vehículo en el Estado, a quienes, por una disposición, se nos obliga a comprar una lámpara de señalización homologada que, a modo de rotativo, deberá colocarse en el techo del coche en el supuesto de avería y, en lo sucesivo, estar atentos a su correcto funcionamiento.
La singular medida se justifica por el elevado número de accidentes que han provocado los triángulos señalizadores, precisamente en el momento de su instalación en la carretera.
Sin ánimo de convertir estas líneas en un ensayo sobre la financiación de los partidos políticos, con la que está cayendo, ni caer en teorías conspiranoicas y terraplanistas, esta singularidad hispana que no se contempla en ningún otro estado de la Unión, debería hacernos sospechar un poco.
Buenos deseos 2026
A todas las personas lectoras que me aguantan cada domingo, las que, conocidas o desconocidas, me escriben o me paran por la calle para trasladarme su opinión o pedirme que trate algún tema concreto que les exaspera, preocupa o interesa y, sobre todo, a las que me critican. Para todas, mi agradecimiento y los mejores deseos para el año que comienza.
Hoy domingo
Txistorra de Loidi de Orio. Alcachofas. Lomo adobado de cerdo con ensalada de escarola. Rosco de Reyes relleno de crema de Gasand. Tinto Vivanco Brunes vegano. Agua del Añarbe. Café.