“Una pesetita, por favor”. En la cabeza de muchos donostiarras todavía resonará la vocecita de Txantxillo, de quien recordarán también su menuda figura, acarreando bolsas de la compra, o tocando 'La internacional' en su destartalado xilófono.

Al “xelebre” trotacalles donostiarra lo citaron Sanchis y Jocano en su 'Crónica de San Sebastián', atinado retrato musical del reverso de una ciudad que no es “tan bonita como la pintan en esos jodidos mapas que te dan para veranear”. Escuché por primera vez esa canción cuando tenía dieciséis o diecisiete años, tras ganar un concurso literario en una radio libre cuyo premio era un lote de discos de heavy metal y punk entre los que se deslizó de manera inesperada Sanchis y Jocano, una galleta de pop canalla que contra todo pronóstico hice girar muchas más veces que los gorgoritos metálicos o los regüeldos sonoros de los otros grupos. Las canciones de Santi Gasca y Juan Carlos Landa se pegaban con facilidad a la piel de los últimos de la fila en la universidad y de quienes comenzábamos a hacer carrera y a aprender la vida cerrando bares.

La Donostia subterránea

Sanchis y Jocano formaron parte de una bohemia donostiarra que se alejaba del estereotipo, del San Sebastián turístico y burgués, una especie de Donostia subterránea que se reunía en tascas de vino de Egia o Amara viejo, y en la que militaron poetas como Karmelo Iribarren o Pablo Casares, dibujantes como Detritus, guionistas como Michel Gaztambide o músicos como Diego Vasallo o Joserra Semperena. A todos ellos los aglutinó la tertulia errante del gran Rafael Berrio, el cantante del existencialismo luminoso y las letras perfectas, cuya figura y obra se agigantan a medida que pasan los aniversarios de su muerte (acaba de publicarse No es para menos, un trabajo que recoge 47 canciones inéditas).

El recorrido musical de Berrio es largo y sinuoso, y junto con pildorazos de rock y profundos remansos de canción de autor, podemos encontrar también, en comandita con Joserra Semperena, una adaptación de la ópera chica de Pablo Sorozabal 'Adiós a la bohemia', cuyo libreto fue escrito por Pío Baroja, autor al que Berrio admiraba. Berrio llegó incluso a dar alguna conferencia sobre el escritor, en la que incluyó un apartado referido a la chismografía barojiana, de modo que sin duda estaría al corriente de la visita que en el lecho de muerte de don Pío hizo a este Ernest Hemingway.

“¡Caramba! ¿Y este tío a qué viene?”, se dice que comentó el escritor donostiarra, cuando le anunciaron la llegada del Nobel. Hemingway obsequió a Baroja con una botella de un whiski que seguramente sería capaz de resucitar a un muerto, pero por lo visto al autor de 'El árbol de la ciencia' o 'Zalacaín el aventurero', cansado ya de vivir, no le hacían mucha gracia los licores espirituosos.

Hemingway enamorado

Por el contrario, a lo largo de su vida Hemingway, como es sabido, se lo había bebido todo y en todo tipo de circunstancias. En Hemingway enamorado, una libro biográfico en el que el periodista A.E. Hotchner recoge algunas confesiones del escritor, este revela que en una ocasión pasó toda una noche trasegando champán junto a la bailarina Joséphine Baker, a la que describió como “la mujer más sensacional que nadie haya visto jamás”, y que ella cubría su cuerpo desnudo solo con un abrigo de pieles. 

Todavía más ligera de ropas, la vedete afroamericana de las piernas, los ojos y los pechos saltarines, escandalizó a buena parte de la pacata Pamplona de 1930 con su actuación en el Coliseo Olimpia de la ciudad (que luego sería el cine Carlos III y actualmente un bloque de viviendas de lujo). “Ese vergonzoso espectáculo es contrario a la moral, al decoro y al sentimiento general del público honrado de Pamplona. Sus efectos son desastrosos para la juventud, pues tiende a excitar las bajas pasiones y los groseros instintos de la parte animal del hombre con las danzas lúbricas del salvajismo primitivo”, escribía el periódico local 'La Tradición Navarra', y lo hacía, como suele ser habitual en estos casos, sin haberse llevado a cabo todavía el espectáculo. 

Grace Kelly junto al príncipe Rainiero de Mónaco EFE

Días de vino y rosas

Joséphine Baker era ya para entonces una artista reconocida en todo el mundo. Aunque no todas las épocas de su vida fueron para ella días de vino y rosas, de champán y visón. Hija de un músico callejero de origen español, su madre se ganaba la vida trabajando como empleada doméstica en casas de familias pudientes de San Luis (Misuri), que maltrataron y humillaron con frecuencia a la pequeña Joséphine. Y al final de sus días, tras una vida rutilante (George Simenon trabajó para ella como secretario, acompañó a Martin Luther King en la famosa marcha sobre Washington, ejerció de espía para la Resistencia francesa…) sería desahuciada de un palacete en el que vivía al mando de la tribu del arcoíris, doce hijos adoptivos de diferentes razas y procedencias. Fue entonces cuando acudió en su auxilio una de sus amigas íntimas: Grace Kelly, la princesa Gracia de Mónaco.

Rumorología del corazón

Pues bien −vamos acercándonos ya al final−, la rumolorogía del corazón sostiene que durante la fiesta de despedida de soltera que organizó otro príncipe, Constantino de Grecia, para su hermana Sofía y nuestro rey emérito, Juan Carlos de Borbón, este pasó más tiempo bailando en brazos de Grace Kelly que de su prometida. Juan Carlos había recibido, sin duda, la herencia venérea de su abuelo, el famoso pichabrava y pornógrafo Alfonso XIII, y este a su vez de su predecesor, Alfonso XII, del que fue asesor militar el general José Gómez de Arteche, quien en San Sebastián cuenta con una calle a su nombre, General Artetxe, en el barrio de Gros, en uno de cuyos portales, en un quinto piso sin ascensor, vivió durante muchos años un tal Santiago Hernández Redondo, al que los donostiarras conocerán mucho mejor por su sobrenombre: Txantxillo.