Es un tema sobre el que empecé a teorizar entre la crisis del 2008 y la llegada de la pandemia en 2020. En 2018, concretamente, fui invitado a comer y a entrevistar a un chef en un tres estrellas Michelin. Y pocos días después, en mi cumpleaños, invité a comer a los miembros de mi familia, siete personas, en un asador con un excelente menú especial que facturaba a 32 euros. La comida en cuestión, bebida incluida y con chupito de detalle por parte de la casa, me salió por un total de 224 euros, mientras que de haber pagado en el estrellado la broma se hubiera puesto en 260 por cabeza, sin contar la bebida, el agua y los extras. Seis años después, el precio del menú ha superado los 300 euros. Es decir, que a nada que nos despistemos, en un tres estrellas ya tenemos que pensar en unos 400 euros por cabeza, y eso hilando fino y sin excesos.
He comentado a menudo mi concepto de la “brecha gastronómica”, y me reafirmo en él. Mientras los restaurantes normales siguen ajustando precios en los menús del día y de fin de semana, los restaurantes vanguardistas o de producto y los grandes asadores son cada vez más caros. Al igual que los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos, así sucede con los restaurantes de alta cocina, cada vez más inaccesibles mientras que los populares tienen que hacer mil equilibrios para seguir siendo atractivos para su clientela.
De 100 euros a 400
En 2002 celebré un importante aniversario en Arzak. Optamos por el menú degustación, bebimos vino, cayeron cafés y copas... y pagamos 100 euros por barba. Hoy día estos precios se han triplicado cuando no cuadruplicado. Antes de la crisis y la epidemia, familias normales, cuadrillas de amigos, primos... juntaban un dinerito unos meses y se iban una vez al año a comer a uno de nuestros dos o tres estrellas. Actualmente, estos grupos no pueden permitírselo, incluso aunque su situación económica sea favorable, pues a nadie le apetece, con un sueldo normal, gastarse semejantes cantidades en una comida.
"Ahora es muy complicado animar a un amigo a que se gaste más de 1.000 euros en acudir a un restaurante con su pareja y sus hijos"
Antes, servidor era un defensor a muerte de los tres estrellas locales que defendía con uñas y dientes alegando que con un pequeño ahorro cualquiera podía aspirar a acudir a ellos, cosa imposible en Francia, Inglaterra, Suecia, Japón... El tiempo me ha despojado de ese argumento y ahora es muy complicado animar a un amigo a que se gaste más de 1.000 euros en acudir a un restaurante con su pareja y sus hijos.
Así, los restaurantes estrellados se llenan día a día de extranjeros pudientes, mientras que el cliente local se ha visto desplazado de un escenario gastronómico al que antes se podía permitir acudir de cuando en cuando. Estos establecimientos salieron fortalecidos de la crisis gracias a la coyuntura internacional que convirtió a la gastronomía en una tendencia entre gente adinerada. Y cuando se han visto de nuevo libres de apreturas y llenos de ricos, han emprendido una huida hacia adelante en precios que ha dejado fuera al público normal. Los millonarios, a fin de cuentas, están encantados de pagar en un lugar de moda aunque no aprecien su cocina, solo por el hecho de decir que estuvieron allí.
Cocineros de ricos extranjeros
Los grandes chefs, así, se han convertido en cocineros de ricos extranjeros. Antes, los gourmets vascos éramos una parte nada despreciable de las gentes que llenaban esos comedores que se han convertido en una especie de Olimpo de los dioses junto al que pasamos, pero al que no osamos entrar. Está pasando ante nuestras narices una situación aberrante que hasta ahora creíamos que sólo sucedía en lugares como Cuba, México, Rusia o países similares: que los buenos restaurantes y hoteles solo eran accesibles para turistas adinerados mientras el pueblo ni soñaba en acercarse a ellos. Esto, hace 20-25 años, no pasaba aquí y ni nos imaginábamos que pasaría, y en estos momentos nos parece algo completamente normal.
"¿Es esto a lo que aspiraban aquellos jóvenes y revolucionarios impulsores de la Nueva Cocina Vasca cuando pusieron patas arriba nuestra gastronomía y dotaron a nuestro país de unos restaurantes que han sido el orgullo de los amantes de la buena mesa?"
¿Es esto a lo que aspiraban aquellos jóvenes y revolucionarios impulsores de la Nueva Cocina Vasca cuando pusieron patas arriba nuestra gastronomía y dotaron a nuestro país de unos restaurantes que han sido el orgullo de los amantes locales de la buena mesa? ¿A acotar sus casas a gentes ajenas a este pueblo que, en muchos casos, se limitan a acudir a Donostia o a Bilbao, dormir en un hotel de lujo, comer en sus restaurantes top y volver a coger el avión? ¿Es este el futuro de la alta cocina? ¿Ser un privilegio de adinerados que observaremos sobre un pedestal y que cada vez consideraremos más ajeno a nosotros?
Y nuestras instituciones, ¿qué opinan? ¿Van a seguir promocionando con dinero público un modelo gastronómico dirigido a un turismo pudiente que se limita a visitar cuatro establecimientos selectos y ni se asoma por los locales populares?
Empobrecimiento y auge de la comida basura
El fenómeno que aquí se comenta ha adquirido una vertiente inesperada unida al nuevo escenario surgido con la postpandemia y el convulso panorama internacional salpicado de guerras que han originado, nos dicen, una inflación que está afectando de manera notable al bolsillo de la cada día más menguante clase media.
Al igual que las familias cada vez deben hacer mayores equilibrios para llegar a final de mes, los restaurantes “normales” afrontan un continuo encarecimiento de los precios de las materias primas que les obliga a actualizar continuamente el precio de sus cartas y menús. Pero cualquier subida de estos precios se encuentra con la protesta de una clientela cada vez más exigente y menos comprensiva.
Y es que somos conscientes de que cada día nos sube el precio de la cesta de la compra y lo asumimos, pero clamamos al cielo si nuestro bar o restaurante habitual sube un euro el precio del menú, cuando no optamos por dejar de acudir al mismo como medida de castigo.
Un panorama negro
Si a eso le sumamos diferentes circunstancias como las nuevas exigencias fiscales (Ticket Bai), los convenios, la escasez de personal cualificado, la falta de relevo generacional o el cambio de hábitos de la sociedad, nos encontramos ante un panorama más bien negro en lo referente al mantenimiento del modelo de hostelería tradicional que hemos conocido a lo largo del último siglo. Los bares y restaurantes están trabajando, sí, pero su margen de beneficio es cada vez menor y algunos restauradores están empezando a dudar sobre la viabilidad de sus negocios.
Súmese a esto la cada vez mayor profusión de cadenas internacionales de comida basura, así como la apertura continua de establecimientos franquiciados de comida de baja calidad o de quinta gama que cuentan, además, por su carácter deslocalizado, con una serie de ventajas fiscales a las que no pueden optar los establecimientos locales y el cóctel está servido.
Nadie es ajeno al cada vez mayor goteo de bares y restaurantes “de toda la vida” que bajan la persiana definitivamente, pero las consecuencias de la actual situación, me temo, y me gustaría equivocarme, van a ir haciéndose todavía más visibles en los próximos meses.