Como sucede tantas veces en la vida, cuando la semana pasada destapé el tarro de las esencias de las albóndigas, no era consciente de lo que me iba a encontrar. Esperaba hablar con algunos cocineros para que me contaran sus fórmulas, y poco más, pero me encontré con que hay muchas historias alrededor de estas populares bolas de carne y con que son mucho más apreciadas de lo que me hubiera imaginado.

Entre estas historias me llamó poderosamente la atención la que me contó Txemari Esteban, responsable del restaurante Botarri de Tolosa, y lo hizo hasta tal punto que decidí automáticamente ofrecer un segundo artículo al tema.

Y es que el chef donostiarra lleva grabadas las albóndigas en su memoria gastronómica y sentimental, ya que éstas están unidas de manera indeleble a la figura de su abuela paterna, Brígida Martínez, que vivía en un piso en la Calzada de Egia. “Mi abuela era una buenísima cocinera. Era una etxekoandre, una cocinera de casa, pero guisaba muy bien. Vivió sola hasta muy mayor y se hacía ella la comida, incluso cuando el alzhéimer, que hizo ingresarla al final de sus días, estaba muy avanzado. A pesar de que la enfermedad iba borrando su memoria, había dos recetas que nunca se le olvidaron: la del pollo frito y la de las albóndigas, y siguió haciéndolas hasta que tuvo que abandonar su casa”. 

Txemari conserva la receta de las albóndigas de su abuela Brígida y las ofrece a menudo en el menú del día bajo el nombre de Albóndigas al estilo de la abuela. El chef subraya que eran unas albóndigas muy especiales. “Para empezar”, recuerda Txemari, “la carne no era regular. Mi abuela había vivido los tiempos del hambre y las albóndigas eran un plato de aprovechamiento. Con la carne picada, nadie sabe, solía decir, así que iba al carnicero, compraba lo más barato y mezclaba ella misma lo que había: pollo, zancarrón, tuétano de cañada… tenía una picadora manual en casa, de esas que se acoplan a la mesa, y ella picaba la carne. La recuerdo en la cocina, dándole a la manivela”. 

“Otra característica especial”, sigue Txemari, “era que en vez de echar un huevo entero a la carne picada, mi abuela le echaba solo dos yemas, pues decía que así quedaban mejor. Y la salsa no era la típica salsa española sino una salsa clarita, casi un caldo. Tan sólo llevaba aceite, ajo picado y vino blanco. Dejaba reducir todo y añadía un caldo de huesos, o de pollo, o de lo que tuviera en casa. Finalmente freía las albóndigas, las metía en esa salsa y añadía un majado a base de perejil, pan tostado y algún fruto seco cuando había”.

Txemari no puede borrar de su mente el sabor de las albóndigas de su abuela. “Era un sabor potente a ajo y a vino blanco, porque no usaba esos ingredientes sólo para perfumar, no… llevaban bastante ajo y un buen chute de vino. Según iba perdiendo la memoria, íbamos a visitarle, tanto a ella como a la tía Pili, que vivía en el piso de debajo, y aunque la enfermedad avanzaba, siempre tenía preparadas las albóndigas. Incluso nos las ponía para llevar, en ese afán de alimentar a la familia, aunque ya apenas nos reconocía”, rememora Txemari emocionado.

Queda claro que este cocinero no podía ofrecer en su restaurante otro tipo de albóndigas. “Las hago como ella, con esa salsa clarita, y sólo les añado una cremita de patata para acompañar y, en vez del majado de pan tostado les añado un poco de pan que tengo mojado en leche y que opino que les da más untuosidad… ya sabes… manías de los cocineros”.