La fotografía que ilustra este artículo, tomada por Ritxar Tolosa hace diez años, el 22 de noviembre de 2013, ilustra a la perfección el momento vital de Atxen Jiménez y su hijo, Nicolás Ramírez, hace una década. Ella, a falta de 22 días para cumplir los 71, satisfecha de lo conseguido tras una vida dedicada a su trabajo y dispuesta a seguir plantando batalla. Él, a tres días de su 38º cumpleaños, perfectamente preparado para coger las riendas del restaurante en el que creció y al que decidió dedicar su vida profesional cuando apenas contaba 16 años.

Atxen nos dejó este 21 de abril causando una profunda conmoción en el mundo de la gastronomía vasca y navarra, y pasado el torbellino de actos que rodean a estos luctuosos hechos, hablamos con Nicolás que no tiene más que palabras de agradecimiento para quien fue su guía y modelo desde que tuvo uso de razón. “La recuerdo siempre trabajando, con la mandarra sucia, en la cocina, currando como una bestia, y en el servicio, al contrario, súper elegante, convertida en una dama”, comenta Nico. Y es que Atxen tenía dos caras: la que ofrecía al público en sala y la que mostraba en el día a día en cocina. “La gente que no le conocía bien y que no le había visto más que en el comedor no se creía que ella era la primera en bajar todos los días a la cocina, donde trabajaba como una mula. Y a la 1 del mediodía, todos los días, subía a casa, se aseaba, se vestía impecable y bajaba a atender a los clientes con una sonrisa que no le abandonaba hasta que el último salía por la puerta”.

Así era Ascensión Jiménez Esquíroz, que a mediados de la década de los 70, recién nacido su hijo, decidió apostar al cien por cien por la entreplanta situada sobre el pequeño bar fundado por sus padres, Demetrio y Ascensión, en 1942. “Hay una curiosa coincidencia en los años”, reflexiona Nicolás, “mis abuelos fundaron el viejo bar Túbal el año en que nació mi madre, y Atxen convirtió la entreplanta del mismo en el actual restaurante el año en que yo nací”.

Demetrio y Ascen traspasaron el bar al jubilarse, pero mantuvieron la entreplanta donde empezó Atxen con un comedor para 20-25 personas que fue creciendo según adquiría los locales colindantes hasta ocupar media plaza. “En los 90 llegamos a dar una boda para 410 personas, aunque la capacidad habitual era de 380”, afirma Nico, que recuerda que en aquellos tiempos en Tafalla se decía que la gente se casaba “cuando quería la Atxen”.

“Mi madre ha casado a media Navarra, y a la gente le daba igual la fecha. Hablaban con ella antes que con el cura. Primero decidían la fecha del banquete en Túbal y luego la del enlace. Muchas veces dábamos cinco bodas el fin de semana: viernes día y noche, sábado día y noche y domingo al mediodía. El restaurante creció de una manera que hasta vino un inspector del Banco de España porque no se creían que en un pueblo fuera necesaria semejante inversión. Mi madre se limitó a enseñarle la agenda de reservas de los próximos meses y fue suficiente para convencerle”, cuenta orgulloso el hijo de Atxen.

“En cualquier caso, mi madre nunca trabajó por el dinero. Lo hacía porque esto le encantaba. Tuvo tres hijos, Beatriz, el Túbal y yo, y a los tres nos quiso por igual. Su mayor satisfacción era que el cliente se fuera contento. Cuando con 16 años le dije que no quería estudiar y que quería seguir sus pasos intentó disuadirme. Me decía que no fuera tonto, que era un trabajo muy duro, y fue durísima conmigo, algo que le agradezco profundamente, porque así aprendí desde cero. No vas a ser el hijo de la dueña, me decía, te voy a exigir porque los clientes también me exigen a mi. Y así fue. Me tuvo picando verduras, limpiando… Eso sí, a los dos años cuando vio que iba en serio me mandó ocho meses a Zuberoa con Hilario Arbelaitz y ocho meses con Arzak, donde aprendí técnica y jerarquía”.

Atxen, al contrario, fue autodidacta. “Nunca dio clases de cocina”, recuerda Nico, “lo que hacía era ir a comer a muchos restaurantes. Cuando viajábamos, visitábamos los mejores restaurantes de cada sitio, y siempre que podía iba a los grandes de aquí. De cada sitio sacaba una o varias ideas y las transmitía al Túbal con su personalidad. Era más lista que el aire, y siempre, siempre se acostaba con un libro de cocina en la mano. A mí siempre me animó a ir a restaurantes. Si sacas una sola idea ya ha merecido la pena, me decía. Y no le faltaba razón”.

“Soy muy afortunado por haber aprendido de ella a ser como era. Estar aquí. Cocinar por la mañana. No faltar nunca. Y cuando la enfermedad le sacó de la sala, también aprendí a actuar como ella, a estar con la clientela, algo que al principio aborrecía y ahora es lo que más satisfacción me da. Eso sí, aunque mi madre llevaba seis años sin pisar el restaurante, la primera vez que bajé al comedor tras su muerte, cuando abrí el ascensor y vi la sala vacía, el piano, su cuadro… fue distinto, me sentí muy solo, fui consciente de su ausencia”, concluye, sin reprimir la emoción.