Bukatu da, akabo. S’ha acabat. El 30 de septiembre el Kostalde de la Zurriola cerrará sus puertas para colgar el rótulo de “tancat” y el 1 de noviembre pasará a manos de sus nuevos dueños que cambiarán nombre, decoración y estilo. Asistiremos, una vez más, al cierre de un restaurante sin relevo generacional que suma una muesca más a la escalonada e inevitable muerte de la hostelería tradicional, un modelo de negocio que agoniza y se dirige inexorablemente a su fin por mucho que no pocos valientes se empeñen épicamente en mantener viva la llama de la hostelería “de toda la vida”.

Toda la vida es, precisamente, lo que lleva Elena Navarri Jaumet dándolo todo por la profesión que le tocó en suerte de nacimiento, aunque ella no lo supiera aquel 10 de enero del 64. Sus padres, Ernesto y Carmen, llegados de los perdidos valles del norte de Lleida. Habían abierto tres años antes el Guria, en los bajos del Teatro Victoria Eugenia, y desde los 12 años Elena fue un eslabón más del negocio familiar. Estudió Turismo, sí, incluso el Gobierno Vasco le concedió la primera beca para realizar un máster de dirección de hotel, e hizo las prácticas en el María Cristina.

Pero finalmente decidió quedarse en su casa. “Cuando tenía 12 años, mis padres cogieron el Mesón de Ituren y todos los fines de semana tenía que ir a cocinar hasta Navarra… y a la vuelta, al cole”, recuerda Elena, rememorando las jornadas maratonianas de doce horas que le tocaba cubrir entonces, algo que apenas ha cambiado hasta su merecido retiro.

El Guria fue toda una referencia hostelera y culinaria en el Donostia de finales del siglo XX. “Ahora es un bar pequeñito, pero en su día llegamos a dar 400 cubiertos en un día. Ofrecíamos tanto cocina catalana como cocina de mercado; paellas, grupos, banquetes… también acogíamos el Casal de Catalunya de Donostia y toda celebración oficial pasaba por allí”. Elena no guarda más que buenos recuerdos del tiempo vivido en un establecimiento que fueron obligados a dejar por injustos tejemanejes institucionales en 1996. Por suerte, pudieron hacerse a escasos 500 metros con su actual local, eso sí, aprendiendo bien la lección y comprándolo, prescindiendo de ataduras municipales. Y que conste que el tiempo y los juicios les dieron la razón legal años después, pero ya asentados en el Kostalde renunciaron a volver al Guria a pesar de haber podido hacerlo.

En Kostalde, Elena y sus padres se centraron en lo que les distinguía: la cocina catalana. “El Guria era más internacional, pero en el Kostalde tiramos por las torradas, las escalibadas, las paellas, la esqueixada, la fideuá, el conejo y el pollo a la brasa, el all i oli… Nadie más ofrecía ese tipo de cocina en la ciudad y tuvo muy buena acogida. También ha tenido una gran importancia el menú del día, que nos ha permitido ofrecer una cocina de mercado y de temporada que ha sido seña de identidad de la casa”, afirma esta hostelera que formó parte de Jakitea desde el inicio y ha seguido a pies juntillas los postulados de dicha asociación. “Aquí siempre hemos guisado, siempre hemos cocinado con fundamento. Cuando hemos hecho espárragos o calabacines rellenos, siempre los hemos hecho bien amasados, con buenos pedazos de relleno… y no con esas farsas insulsas y sin mordida que se encuentran por ahí… Aquí la gente siempre ha sabido lo que comía”. Damos fe de lo afirmado por Elena y añadimos que quien no ha comido una paella en Kostalde no sabe lo que es una buena paella, algo que puede remediar en las dos próximas semanas. 

Obviamente, Elena no está en edad de jubilarse. Pero la pandemia ha acelerado el cansancio de esta irredenta mujer que tras la jubilación este mismo año de su cuñado Ricardo Arruti y su cocinera María Jesús Manterola, compañeros de viaje desde hace más de 20 años, ha optado por ceder el testigo. “La pandemia nos ha dado un palo terrible cuando estábamos terminando de remontar la crisis y ya no salen las cuentas. Ha sido muy duro y, aunque podría seguir, he optado por parar”. El pasado martes disfrutamos de nuestra última paella en Kostalde y en la sobremesa fuimos testigos de un incesante paso de gente despidiéndose de nuestra interlocutora. “Al menos me quedo con esto. La gente. Los clientes. Los amigos. Gros es un pueblo y hemos hecho un sinfín de amistades que han tenido nuestro restaurante como su casa. Solo por ello ha merecido la pena”.