El 8 de marzo está consolidado como referencia de un intenso y extenso trabajo de las mujeres por la igualdad de derechos. Los mensajes de este año reproducen muchas de las constantes reivindicativas que siguen sin asentarse en los usos sociales y que limitan el acceso de la mujer a demasiados ámbitos de la actividad social, cultural, económica o política. Limitaciones que polarizan e instrumentalizan el debate con discursos en demasiadas ocasiones manipuladores. Baste recordar que en el día de hoy se cumple un siglo del primer reconocimiento legal del derecho al sufragio de las mujeres en el Estado español, pero que incluso aquella medida imprescindible y legítima fue aplicada por Primo de Rivera en un intento de retener el poder. No fue hasta cuatro años después, superado el período dictatorial, cuando el derecho se incorporó a un texto constitucional. Aún hoy, el trabajo en cadena de miles de mujeres que han reclamado su lugar en términos de igualdad es cuestionado por discursos que niegan y minorizan incluso la forma más deplorable de discriminación: la violencia machista. Llegar hasta aquí ha sido una marcha larga en la que la convicción se ha defendido en demasiadas ocasiones a base de sufrimiento, de represión tanto en el ámbito público como en el privado. Sería falta de realismo negar que el grado de avance en materia de derechos y libertades, de igualdad en definitiva, ha sido exponencial en las últimas décadas. Pero igualmente lo sería dar por suficiente el alcance de la madurez instaurada incluso en las sociedades más avanzadas en materia ética y mecanismos de garantía de derechos. En nuestros días se debate si la reivindicación de derechos de otros colectivos va en detrimento de los de la mujer. La diversidad de género y de géneros no debe ser nunca una suma cero, en la que los derechos adquiridos por un colectivo lo sean a costa de los de otro. Dividir el compromiso ético en función de este debate debilita a todas las partes. El trabajo de las feministas del último siglo nos ha traído hasta aquí y el de las que hoy portan esa bandera debe permitirnos un progreso añadido de mutua integración y equilibrio de hombres y mujeres en derechos y obligaciones. Ese progreso es compartido y así debe entenderlo también quien, en el colectivo masculino, dude por comodidad, por inseguridad o por privilegios heredados.