Con la convocatoria de elecciones anunciada ayer por el lehendakari, Iñigo Urkullu sitúa en abril próximo el broche a un ciclo de 12 años de gestión en los que de su mano se ha afrontado con éxito el período más convulso y agitado desde aquel que, en la década de los años 80 del pasado siglo, supuso la restauración del autogobierno vasco, que alcanza sus cotas más altas en estos momentos.

En 2012, hacía un año que se había anunciado el final de la violencia de ETA y Urkullu pasó a liderar un gobierno que tuvo que encarar la reconstrucción de la convivencia en lo más crudo de la mayor crisis financiera global en un siglo, tras heredar unas tasas de desempleo por encima del 16%. La recuperación de la economía y la actividad, como sostén del modelo de bienestar y la protección social, superó los retos del momento, propició el inicio de la transformación industrial y presenta un balance histórico en el que nunca ha habido tantas personas con empleo en Euskadi ni más recursos públicos dedicados al bienestar ciudadano.

Pero, si algo ha marcado el ciclo de Iñigo Urkullu ha sido la traumática pandemia global de covid-19. Por su impacto emocional y por el material, la percepción social sale condicionada. A ella se ha sobrepuesto el país con sacrificio, entrega y una demanda de responsabilidad colectiva que ha generado un desgaste en quienes la han liderado y alimentado una estrategia del descontento desde su oposición. En ese marco, mientras la polarización política se abría camino en el entorno, desde la gobernanza ejercida por Urkullu se animó a los consensos y acuerdos de país incluso desde la mayoría absoluta. Queda la experiencia del diálogo, el consenso y la iniciativa que deben preservarse en las próximas legislaturas.

Desde el mismo realismo que afrontó la situación de los últimos 12 años, será preciso encarar sin dogmatismos los retos de la sostenibilidad ambiental y económica, la dependencia energética, la transformación industrial, la igualdad de géneros, la violencia que la niega, la convivencia intercultural, la identidad propia integrada en la realidad global, la educación, la sanidad y la respuesta a las necesidades de una sociedad cuya pirámide de edad exige servicios acordes. Fórmulas de equilibrio y respuestas viables a estos y otros retos son las que cabe exigir a quien aspire a relevar a Iñigo Urkullu en la próxima década.