El pasado 24 de noviembre, Angel Gurría, secretario general de la OCDE, presentaba una nueva edición del Estudio Económico sobre España en el curso de una conferencia de prensa conjunta con Nadia Calviño, ministra de Economía y Empresa. Las recomendaciones de este análisis de la OCDE fueron ampliamente recogidas en los medios de comunicación.
Es sorprendente el eco mediático que obtiene un organismo como la OCDE, con una dilatada trayectoria de desaciertos a la hora de predecir las dinámicas de la economía española. La escuela de negocios ESADE gestiona un registro desde el año 2010, la llamada Diana de ESADE, un observatorio que indica cuánto se aproximan o desvían los organismos a la hora de predecir el crecimiento económico. En su última edición, la Diana ESADE ubica a la OCDE en la penúltima posición entre un total de 23 instituciones referenciadas.
En esta ocasión, la OCDE afirma que “España ha protagonizado una recuperación exitosa” como consecuencia de la evolución de un conjunto de variables económicas y societarias, al tiempo que realiza un conjunto de recomendaciones tales como “mantener el dinamismo de las reformas estructurales dirigidas a potenciar la productividad y la creación de empleo”.
Sin embargo, llama la atención el escaso peso que otorga el informe de la OCDE a los factores relacionados con la Ciencia y la Tecnología, que despacha en dos simples párrafos. Y no será por falta de motivos. Recientemente el Instituto Nacional de Estadística hacía públicos los resultados de la estadística sobre actividades de I+D correspondientes a 2017. La inversión global con respecto al PIB de España fue del 1,2%, muy lejos de la media de la Unión Europa, que fue del 2,07%.
Este porcentaje ha ido degradándose desde el 1,4% de 2008, lo que supone que España se encuentra en el reducido grupo de países que no han recuperado los niveles de inversión en I+D previos a la crisis, junto con Finlandia y Portugal.
La caída global acumulada por la ciencia española durante el periodo comprendido entre 2009 y 2017 ha sido de un 5,8%, mientras que el resto de la Unión Europea ha aumentado su inversión en I+D en un promedio del 22%. Por ejemplo, Alemania ha aumentado su inversión en ciencia un 31%, Reino Unido un 16%, Francia un 10% e Italia un 12%.
La explicación de la distancia entre España y la media de la Unión Europea en términos de I+D no hay que buscarla en el potencial económico. Si tomamos los valores medios de la Unión Europea como un índice 100, la renta per cápita española alcanzaría los 93 puntos, mientras que la inversión en I+D por habitante se quedaría en 49 puntos.
Adentrándonos en las cifras, los gastos en I+D totales han pasado de 14.701 millones de euros en el año 2008 a 13.259 en el año 2016. De estas cifras, las empresas ejecutaron 8.073 M€ y 7.125 M€ en los mismos años respectivamente. Esto supone una disminución de los gastos en más del 10% en valores corrientes, que resultaría en una reducción mayor si se tomarán en cuenta los efectos de la inflación.
Si atendemos a la financiación pública recibida por las empresas, ésta se reduce de 1.444 M€ en 2008 a 632 M€ en 2016. La contribución de la administración pública desciende de manera crítica, pasando del 18% en 2008 al 9% en 2016, del gasto realizado por las empresas.
En la comparativa entre España y la Unión Europea llama la atención la caída de la inversión pública en Ciencia y Tecnología: los informes de la Confederación de Sociedades Científicas de España (COSCE) constata el peso que las partidas asignadas para la I+D tienen en los presupuestos del estado: una evolución muy negativa, pasando de ser cerca del 3% a valores en torno al 1,5% en los últimos años.
La COSCE denuncia que esta reducción presupuestaria se ve magnificada por un hecho aún más dramático, cual es la falta de ejecución de los presupuestos originalmente destinados al I+D. Así, mientras en 2016 tan solo se gastaron 4 de cada 10 euros presupuestados, en 2017 el porcentaje de no ejecución ha alcanzado el 70,32%.
Los niveles de no ejecución indican que, de forma creciente, los presupuestos de Ciencia y Tecnología ofrecen una imagen distorsionada y más positiva que la real del sistema de I+D+i.
El Programa 46 de los Presupuestos Generales del Estado, correspondiente a Ciencia y Tecnología, está dotado de dos tipos de fondos: Financieros y No Financieros. La principal partida no ejecutada son los Fondos Financieros, esencialmente préstamos y créditos que apenas son utilizados en la investigación, tanto pública como privada, pero que se siguen manteniendo como una parte sustancial del presupuesto de I+D.
Mientras que los Fondos No Financieros están sometidos a limitaciones muy estrictas, no pasa lo mismo con los Fondos Financieros. Estos aparecen en los Presupuestos Generales del Estado como grandes partidas, normalmente genéricas y con grandes importes.
Los Fondos Financieros tampoco están limitados al no estar incluidos en el tope que impone el techo de gasto que debe aprobarse por el Parlamento de forma previa a la elaboración por el Gobierno del Proyecto de PGE, según la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Y tampoco contabilizan para la determinación del déficit público permitido que debe autorizar la Unión Europea.
En síntesis, la ampliación de estos fondos es la forma que los sucesivos gobiernos españoles han tenido para maquillar el presupuesto de Ciencia y Tecnología. Nos encontramos ante una estrategia deliberada de los gobiernos para ocultar su falta de compromiso con la Ciencia y la Tecnología mediante argucias contables.
En 2018, los Presupuestos Generales del Estado contemplaban una partida de 7.044,47 millones de euros para Ciencia y Tecnología. Quiere ello decir que “la inversión nominal” del Gobierno Español en I+D+i se reduce a un 1,56% del gasto total del presupuesto estatal.
Así, el presupuesto total de 2018 para Ciencia y Tecnología, descontado el efecto de la inflación, representa el 65,6% de los recursos de 2009. Si atendemos a las Operaciones No Financieras, el descenso ha sido parecido, de manera que en 2018 los recursos asignados son un 68% de los que asignaron en el año 2009.
Con el Gobierno de Pedro Sánchez las cosas no han mejorado: a pesar de todas las promesas del ministro Pedro Duque, que afirmaba aspirar a duplicar el presupuesto de I+D+i, el gobierno socialista no ha hecho sino ahondar en el dinámica de sus predecesores. Así, cabe resaltar la amortización de las convocatorias de los dos programas orientados al I+D empresarial: Retos Colaboración y Acción Estratégica Economía y Sociedad Digital.
Complementariamente, el pacto presupuestario para 2019 firmado entre el Gobierno de Pedro Sanchez y Podemos, si bien incorpora un incremento del 6,7% en Ciencia y Tecnología, con un impacto presupuestario de 273 millones de euros, el 45% de estos fondos corresponden a fondos no financieros, es decir, nuevamente una partida vocacionalmente destinada a no ser ejecutada.
Según el profesor de ESADE Xavier Ferràs, el déficit tecnológico de España asciende a 21.708 millones de euros (hay que recordar que el coste del rescate de la banca española ascendió hasta los 77.000 millones de euros) y España tardaría 180 años al ritmo actual en alcanzar el objetivo que establece la Estrategia 2020 de la Comisión Europea de invertir el 3% del PIB en I+D.
Mientras todo esto ocurre, en el ámbito de la economía real, y a pesar de los elogios de la OCDE, asistimos a una reconstrucción del modelo económico previo a la crisis. Un modelo económico que presentaba importantes debilidades estructurales, entre las que cabría destacar el peso excesivo del sector de la construcción, una tendencia histórica a suplir la inversión en capital con bajos costes laborales (turismo, inmigración, precariedad laboral, etc.), todo ello acompañado por lo que el economista Antón Costas denomina la “economía concesional”, por el cual empresas de referencia se desarrollan sobre la base de las concesiones obtenidas de las administraciones públicas mediante prácticas corruptas heredadas del franquismo en obra pública, infraestructuras, energías renovables, etc.
Estas debilidades estructurales intensificaron el impacto de la crisis económica en España, que se tradujo en un fuerte aumento del desempleo estructural y de larga duración, con una tasa de paro del 20,05% en el primer trimestre de 2010, alcanzando el 27 % en 2013. Estas cifras contrastan con el conjunto de la Unión Europea, en la cual el desempleo se incrementó hasta el 9,6%.
Dejando de lado las reformas estructurales que solicitan los organismos internacionales como la OCDE, que obsesivamente enfatizan el deterioro de las condiciones del mercado de trabajo y de las prestaciones sociales, es claro que el progreso económico y el bienestar social dependen a largo plazo del desarrollo tecnológico, la productividad y el empleo. Pero España y sus gobernantes no aprenden del pasado. Sin cambiar esta dinámica de recreación del viejo modelo económico? ¿Cómo puede el estado español pretender la sostenibilidad del estado de bienestar?
Tal y como afirmara el escritor uruguayo Eduardo Galeano, la política actual sufre de “inflación palabraria”. Los discursos no están previstos para que se lleven a la práctica y al final, las palabras y los hechos no se reconocen en la calle. La Ciencia y la Tecnología en España es buena prueba de ello.