el 20 de junio de 1790 tuvo lugar en Nueva York una cena decisiva para el futuro de los Estados Unidos. El secretario de Estado y futuro presidente (1801-1809) Thomas Jefferson, invitó a cenar en su casa al secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, y a James Madison, también futuro presidente (1809-1817).

La Guerra de Independencia había terminado pocos años atrás y muchos estados federales estaban fuertemente endeudados. El secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, defendía la conveniencia de que las deudas de los estados fueran asumidas a nivel federal para ofrecer mayor garantía y potencial de endeudamiento ante los acreedores tanto nacionales como extranjeros. Los representantes de estados poco endeudados, como Virginia, cuyo líder era James Madison, rechazaban asumir deudas de otros estados en pro de las supuestas ventajas a largo plazo de una unión financiera, hasta el punto de haberse propuesto la ruptura de la Federación en algunos medios de prensa. Hacía solo dos meses que el proyecto de deuda federal común de Hamilton había sido derrotado en el Congreso por estrecho margen, a manos principalmente de los grupos liderados por Jefferson y Madison. Hamilton tenía razón, pero Jefferson y Madison tenían sus razones para no ceder en sus posturas, ya que sus intereses presentes se veían perjudicados si su propuesta salía adelante.

Se debatía en aquellas fechas cuál habría de ser la capital de los Estados Unidos y había 16 candidaturas a tan señalado honor y fructífero negocio inmobiliario. La mayoría eran ciudades del norte, que era la zona más endeudada de la Unión. Jefferson tuvo entonces la inteligencia de añadir una carta más al juego; la capital se situaría a orillas del río Potomac en Virginia junto a Maryland y a cambio la deuda de los estados pasaría a ser deuda federal. Se alcanzó un acuerdo. Unos días después la capital fue creada y un año más tarde sería llamada Washington en honor al primer presidente, natural de Virginia precisamente. La deuda pasó a ser federal y nació la que llegaría a ser la mayor unidad económica del mundo. Sin la asunción de deuda a nivel federal, los USA no habrían sido la gran potencia económica mundial del siglo XX.

Cuando una negociación no avanza, la adición de un nuevo factor modifica la situación y puede permitir su progreso. Se cuenta que un padre árabe dejó en herencia a sus tres hijos un rebaño de 17 camellos. El primogénito heredaría la mitad del rebaño, el segundo un tercio y el menor el resto. Faltos de capacidad para encontrar una solución, acudieron los hermanos a un sabio quien, tras profunda reflexión, les prestó un camello, con lo que se pudo asignar un lote de ocho al primogénito, otro de seis al segundogénito, dar dos camellos al menor de los hermanos y devolver el suyo al sabio. Jefferson supo añadir el camello de la capitalidad a la negociación de la asunción de la deuda a nivel federal y un gran acuerdo de magníficas consecuencias fue posible.

En la Unión Europea necesitamos una cena entre gente inteligente que sepa jugar con las cartas disponibles y traer las necesarias a la mesa para hacer lo que a la larga a todos interesa: una Unión con capacidad de emitir deuda, con políticas fiscales armonizadas, con un potente presupuesto y una descentralización inteligente. Lamentablemente nuestros líderes no parecen dar para tanto. Los jefes de Estado europeos exhiben una mentalidad aldeana, incapacidad para liderar a sus países hacia la necesaria Unión Europea, y falta de motivación para hacerlo. Los grandes países europeos responden en tamaño a necesidades del pasado, pero se sienten grandes en Europa y quieren hacer prevalecer sus intereses de corto plazo, cuando su único camino al éxito es una sólida unión.

La opinión pública, con el poder de que la está dotando la comunicación en red, debe presionar a favor del proyecto europeo o serán los hechos del declive los que nos lleven a la pérdida de confianza en nosotros mismos y entre nosotros, hasta acabar en un definitivo papel secundario en el concierto mundial. Nuestra comunidad se vería especialmente favorecida por la consolidación de una auténtica Unión Europea, porque las comunidades cohesionadas por su historia o lengua y de pequeño tamaño alcanzan mayores niveles de desarrollo que los países grandes dentro de una unión, y necesitan su inclusión en ella más aún que los grandes.