- A apenas 30 metros de la gloria, Gino Mäder, el rostro, sin marco, repleto de aristas, arrugado y acartonado, tieso, no pedalea. Se arrastra de puro dolor, renqueante, a gatas por la montaña. La meta le aguarda, pero no la ve porque corre a ciegas, con el lactato adherido a cada jirón de piel. Es un penitente, que clama clemencia con una cruz a cuestas. Trata de darse prisa, pero sus movimientos son lentos, torpes. Su cuerpo es el de una marioneta sin hilos. Es un ciclista inanimado que cuando quiere levantar la cabeza, se le cae de puro cansancio.

Divisa la gloria brumosa. Requiere un salto de fe para abrazar el éxtasis como los místicos. Pero en su destino, que quiso cambiar desde la fuga a la que se adhirió y a la que sobrevivió hasta el final, no existe. Son 30 metros. Una eternidad para Mäder. Una vida. Una distancia imposible. Está ajusticiado. "Cuando a 20 metros de la meta te adelanta un avión, la primera reacción es estar decepcionado y abatido", dijo el suizo. El avión era Roglic.

El líder, que dominó la ascensión junto a su equipo, atacó en tres ocasiones para dejar a todos atrás y certificar otra victoria. La tercera. Insaciable hasta la cima de la Colmiane. El esloveno, que obtuvo su victoria 50ª desde que aterrizara en el ciclismo, gobierna la carrera francesa con mano de hierro. Roglic aventaja en 52 segundos a Schachmann, en 1:11 a Vlasosv y en 1:15 a Ion Izagirre, de nuevo protagonista de una notable actuación a un día del cierre de la París-Niza, que asistió a otra exhibición del esloveno imparable. Roglic no tiene piedad.

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