os adoquines de la París-Roubaix convierten la carrera en una tortura. Y si hay lluvia como ayer, aún más. Son los adoquines auténticos, originales, con juntas abiertas de varios centímetros entre ellos por el paso del tiempo, enmascaradas por el barro, con las superficies cóncavas resbaladizas como una pista de patinaje. Las caídas suelen ser brutales. La víspera, en la carrera femenina, la campeona Van Vleuten se rompió el pubis y el hombro. El arte de esta prueba consiste en saber circular a una velocidad constante, con el desarrollo adecuado, para pasar flotando sobre el adoquín, como surfeándolo, en estado de gracia. Recuerdo las demostraciones de Ballerini, Boonen y Cancellara, como la que ayer estaba realizando Moscon, hasta que le abatió la mala suerte, con un pinchazo y luego una caída. Capturado por el trío de perseguidores, irreconocibles por el barro que les tapaba la cara, arrastrados por un generoso Van der Poel, la carrera se dilucidó en un sprint agónico a favor del italiano Colbrelli.

El adoquín era el mejor material que disponían antiguamente, desde los romanos, para construir caminos donde pudieran avanzar sin atascarse las ruedas de los carros, y también las calles de las ciudades. El adoquín que, este año en el que se conmemora el 150 aniversario de La Comuna de París, la primera revuelta obrera victoriosa de la historia, sirvió en la capital francesa para construir las grandes barricadas de las que hemos visto fotografías, pues fue también el primer acontecimiento histórico fotografiado. Los mismos adoquines que en mayo de 1968 volvieron a levantar los estudiantes parisinos, dejando inmortalizada su acción con el eslogan “Debajo de los adoquines está la playa”. Porque sí, debajo de los adoquines, el lecho sobre el que se asientan, está la arena. De esa manera decían la verdad y a la vez hacían un llamamiento poético revolucionario. Quizá algún ciclista, reventado en el rodar sobre los adoquines, pensó en la playa que está debajo, y eso le estimuló, como a los parisinos, para llegar a la meta.

Resulta extraño encontrarse con la París-Roubaix en estas fechas, cuando siempre marcaba el momento álgido del ciclo de las clásicas de primavera, que todos los aficionados ciclistas teníamos marcado en nuestro calendario emocional, y esperábamos con ansiedad. Por alguna causa del azar era habitual que la carrera tocara el 10 de abril, día de mi cumpleaños, con lo que tenía un regalo íntimo que nadie más que yo conocía y que era, sin duda, el mejor. Ningún otro, que me disculpen, le igualaba en la emoción que me producía. En los años que pasé estudiando en Barcelona, con las estrecheces de la vida de estudiante y sin tele, tenía que encargar a mis padres que me grabaran la carrera en el viejo VHS para poder verla en diferido, cuando regresara en vacaciones. Al recordar esto me doy cuenta de la época veloz que lo devora todo en la que vivimos, cuando no hay tiempo ni sosiego para detener algún acontecimiento del torrente continuo en el que viaja, y pensar en grabar algo de la televisión, como se hacía antaño, parece algo prehistórico.

La París-Roubaix puede celebrarse gracias a que los viejos caminos adoquinados que los campesinos usaban para moverse con sus carros entre los cultivos que, en esa zona del norte de Francia, se han mantenido. Y se han preservado porque fueron declarados patrimonio intocable. Alguna vez he mencionado la envidia que sentía por esto al comprobar cómo aquí se destruye el patrimonio, y lo hacen fuerzas que se denominan conservadoras, y he recordado un caso cercano, el de la que fuera famosa Cuesta de la Guitarra, cuya cima estaba junto al caserío de Txomin Perurena, y que fue el escenario de múltiples batallas ciclistas en el recorrido entre Oiartzun y Astigarraga. Con el trazado de una vía rápida esa cuesta quedó sin uso; sin el uso pronto fue pasto de la vegetación, que la invadió; y el abandono terminó por destruirla completamente. Una carretera así debía haber sido preservada como las rutas de Roubaix, como también podía haberlo sido la vieja senda del tranvía entre San Sebastián y Hernani, idónea para un trazado recto de una vía ciclista, que ahora se busca en un trazado laberíntico y sin espacio entre cruces y rotondas.

A lo largo de un viaje en coche por la carretera de la costa de Liguria, la que une Ventimiglia y Génova, me sorprendió el brutalismo de su trazado, que volaba sobre las poblaciones y caía con enormes pilares en medio de ellas; un continuo de túneles y puentes hipnotizante. No podía creer que tuvieran tan poca sensibilidad ambientalista, aunque se construyera en los años del desarrollismo salvaje, para no diseñar un trazado más amable. Años después, cuando la tangentópolis y el descubrimiento de la corrupción de todo el aparato de gobierno democristiano en Italia, se demostró el porqué. Eran obras engordadas de hormigón, megalómanas, para permitir que hicieran más negocio las empresas constructoras y aumentaran el porcentaje de pago a los políticos corruptos.

No sé si Marx se equivocó al decir que los trabajadores no tenían patria, lo que sí es seguro es que el capital no la tiene, aunque se disfrace con ella, y es demoledor con nuestro patrimonio, véase la Cuesta de la Guitarra, mi querido instituto racionalista Peñaflorida o el cine Bellas Artes de Donostia, su próxima víctima.

A rueda

El arte de la París-Roubaix consiste en saber circular a una velocidad constante, con el desarrollo adecuado, para pasar flotando sobre el adoquín