El olor a napalm es el de la lluvia que invoca el barro, el horror de la guerra entre trincheras de piedras; una carrera a pedradas entre París y Roubaix. 257 kilómetros por el sistema nervioso del averno. Entre los adoquines no se corre. Se huye. En el Infierno del Norte, dos años y medio de parón después por los devastadores efectos de la pandemia, 903 días más tarde, entre los guerreros de terracota, hombres de arcilla y piernas de mármol, se moldeó la mejor victoria de Sonny Colbrelli. El italiano talló un monumento infernal. Domó al desgarrador Van der Poel, una bestia, y a Vermeersch para encontrar el éxtasis en el velódromo más famoso del mundo. Colbrelli se ató a un pensamiento en su bautismo en la París-Roubaix. "Solo tenía que seguir a Van der Poel", dijo. Le superó. Campeón de Europa, Colbrelli dominó la escena para imponerse en su mejor victoria de siempre. Monumental en una clásica para los incunables del ciclismo. Grandiosa de punta a punta. Un espectáculo exuberante entre rostros enmascarados de padecimiento, cubiertos con la mascarilla del sufrimiento. La metralla derribó a muchos en un día de supervivencia, en una pelea entre zanjas. Bella y cruel. En ese ecosistema Colbrelli encontró su sueño.

Se sucedieron las caídas entre caminos que realmente no lo son y piedras que obligan a atravesar los límites, a rebuscar en el alma para soportar el dolor. En los bordes tampoco hay paz. Campos de minas que cuentan víctimas en el barrizal entre canales de agua y barro. No llovía en años en la gran clásica, pero en octubre, el cielo se desplomó en el norte de Francia, y los adoquines, ásperos, hoscos, con mirada aviesa, rabian. Supuran agua y escupen barro. La París-Roubaix agigantó su leyenda de épica y grandeza. Se trata de mantener el equilibrio, de seguir en pie para avanzar reptando. Cuerpo a tierra. Aguantar es vencer. En ese escenario dantesco, todo resulta turbador. Una carrera contra los adentros, frente a la resistencia de uno mismo. Un exaltación de la capacidad de adaptación del ser humano frente a los elementos. Un espectáculo durísimo pero hipnótico. Una carrera heroica.

Mathieu van der Poel, una bestia de tiro, campeón del Mundo de ciclocross, chapoteó feliz. El neerlandés deseaba la lluvia. Desmesurado, excesivo, Van der Poel atacó a 70 kilómetros del velódromo después de que Van Aert despiezara el pelotón principal, apenas un puñado de dorsales que se resquebrajaban, perdidos en el entramado de pavés y veredas. El belga se encogió cuando estalló la carga de dinamita de Van der Poel. Por delante respiraban Vermeersch, Van Asbroek y Moscon hasta que el italiano, un ciclista fortísimo y de volcánico carácter, protagonista de episodios vergonzosos, -amenazas e insultos incluidos- abrió las aguas, picó la piedra y deslizó su entusiasmo entre el lodo para desprenderse del aliento de sus compañeros. De Van der Poel se colgaron Boivin y Colbrelli, que jadeaban en el grupo intermedio. Se hartó el fenómeno neerlandés y tachó a sus rivales entre campos de adoquines. Van der Poel no les dejó. Se los quitó de encima. Sin sutilezas, ni delicadezas. Una descarga eléctrica. Tremendismo. Desencadenado.

MOSCON Y EL MAL FARIO

Moscon y Van der Poel se retaron en la distancia. Vis a vis. El italiano disponía de más de un minuto hasta que le visitó el mal fario. Irrumpió en su destino. Maldijo su estampa Moscon. El siseo de un pinchazo. Una viñeta después, el italiano rodó por el suelo víctima de un patinazo en el barro. Los adoquines que crujen los huesos son de hielo. La renta se le cayó. Desplomada. A Van der Poel le encorsetaron sus antiguos acompañantes en la persecución iracunda del italiano, que no se rendía ni se asustaba. Entró la París-Roubaix hacia el desenlace. En el pavés de Carrefour de l'Arbre, a Moscon, dorsal al viento, abanderado de la valentía, le tocaron el hombro tras más de 200 kilómetros en fuga. Masticó hiel y derrota.

Colbrelli encendió la hoguera. El flamíguero Van der Poel y Vermeersch compartieron plano con él. Gigantes de barro. Las identidades se suponían, barnizados de lodo y agonía los ciclistas. Jinetes enmascarados camino del velódromo donde esperaba la gloria eterna, un pasaje para la historia. Vermeersch se descorchó. En el baile de la velocidad se sabía inferior. Colbrelli y Van der Poel le encimaron antes de acceder al anillo. En el velódromo, el italiano gestionó la respiración y cada gesto con la capacidad propia de los velocistas. Dejó que el belga se disparara. Centrado, el italiano se activó para derrotar a Vermeersch y Van der Poel, desesperado tras su exhibición. Dominó la coreografía y se elevó al Olimpo el italiano. Allí subió su bicicleta antes de rebozar su esfuerzo por el césped. Feliz como un niño. Emocionado, gritó su dicha. De París hasta Roubaix. "Es mi sueño. Es mi año", certificó Colbrelli, que talló un monumento con el barro del infierno.