igo aturdido todavía por el eco de la exhibición de Pogacar en la primera etapa alpina. La prensa lo ha escrito casi todo: que si una hazaña de otros tiempos, que si con él volvía el ciclismo épico, etc; elogios que comparto, pero que no consiguen calmar mi sorpresa. Que Pogacar es un ciclista que se mueve a la antigua usanza, más por sensaciones que por los datos de su pulsómetro o el medidor de potencia, lo había demostrado en muchas ocasiones, la más importante cuando le arrebató el año pasado el Tour a Roglic en la última contrarreloj. Esa noche, confesó Pogacar, decidió quitar a su bicicleta el medidor de vatios para disputarla como un juvenil, como si no se jugara nada, para disfrutarla. En los Alpes hizo algo parecido. Cuando vio que el Ineos flojeaba, con Thomas perdido acusando las heridas, y que se quedaban Van der Poel y Van Aert, los que habían osado desafiarle en la víspera, arrancó. Quizá también valoró una vieja reyerta con su compatriota Roglic, al verlo desaparecido, víctima de las lesiones de su caída, para decidir quitárselo de encima definitivamente. Arrancó en el col de Romme (8,8 kilómetros al 8,9% de pendiente). Un punto estratégico, pues tras su bajada se encadena el col de la Colombière, de 7,5 kilómetros al 8,5%, con los tres últimos por encima del 10%. Por delante iban escapados corredores de renombre como Ion Izaguirre, Simon Yates y Woods, entre otros, que le sacaban seis minutos en el momento del ataque, a 30 kilómetros de meta. El esloveno, con un ritmo impresionante que no pudo seguir Carapaz más allá de 200 metros, fue cogiendo a uno tras otro, y en los dos puertos engulló los seis minutos de ventaja. Un espectáculo que recordaba algunas gestas del ciclismo que hemos rememorado en estos artículos, como la de Souko en el monte Titán de San Marino en un Giro de aficionados, o la de los JJOO de Moscú; como la de Hinault en Ávila, en la Vuelta de 1983; casi como la de Coppi en la etapa Cuneo-Pinerolo del Giro de 1949; o como la de Froome en el Giro de 2018 marchándose solo en el col della Finestre a 80 kilómetros de meta; o la de Merckx en el Tourmalet en el Tour de 1969. Y tantas glorias.

El eco me sacude, con alegría, con ese sabor intenso de la historia, de asistir a un hecho que pasará a los anales. Por su dominio, por la soledad de la empresa, algo que siempre necesita la figura del héroe. Deportivamente, lo que más me impresionó, y no he visto que se escriba sobre ello, es que Pogacar subió los dos puertos en plato grande, una barbaridad. No lo quitó en ningún momento, ni cuando las rampas subían hasta el 11% o el 12%. Por eso su ritmo era diferente al de todos, movía las piernas con agilidad pero moviendo un desarrollo brutal, que nadie podía resistir. Por eso devoró los seis minutos de los escapados en tan poca distancia, y sacó tres minutos a los favoritos.

Un amigo que nunca había sido ciclista me comentó, hace muchos años, que subía Jaizkibel, por Lezo, con el plato grande. Yo le respondí que entonces subiría despacio. Y Jaizkibel es mucho más suave que esos puertos alpinos. Ugartemendi, corredor profesional, me contó que en la Clásica de Donostia ascendió Jaizikibel junto a Hinault, que le miraba y comprobaba que subía con una multiplicación parecida, en el plato pequeño de 42 dientes, que es lo que se llevaba, y manejando las coronas entre el 17 y el 21. Era la confirmación de que para subir rápido tienen que equilibrarse la cadencia, el ritmo y la fuerza. Y da la medida de la proeza de Pogacar, que era capaz de conseguirlo, en puertos muy duros, con el plato grande, que tendría 53 dientes.

Recuerdo una anécdota de cuando Indurain no pudo conquistar su sexto Tour y cayó derrotado ante el danés Bjarne Riis. Indurain había flojeado en La Plagne, víctima de una pájara, a la que se sumó el efecto negativo de los continuados días de lluvia sobre su musculatura, un tiempo frío y lluvioso como el de este año. Distanciado Miguel, todavía se esperaba una posible reacción del navarro que pusiera las cosas en su sitio. Una de las etapas posibles era la que terminaba en Hautacam, en los Pirineos. La esperanza se diluyó enseguida. Rijs se mostró superior, cuando quiso atacó y se fue solo. Echavarri intentaba estimular a Miguel desde el coche, y se encontró con que este se mostraba impotente, entregado, frente al danés, y perplejo le decía a su director: “¿Qué puedo hacer?, si sube en plato grande”. Repetía esa frase para rubricar su rendición. La historia, sin embargo, dictó su sentencia muchos años después. Al parecer, su conciencia, educado en una firme moral calvinista, no dejaba en paz al danés, y terminó por confesar, voluntariamente, que había corrido el Tour dopado. Devolvió a la organización del Tour el maillot amarillo ganado en París, enviándoselo en un paquete postal. Sin rivales, con Roglic retirado, y Thomas muy mermado por la lesión, aunque el Tour parezca ya sentenciado, es importante luchar por el segundo puesto, también por esa razón.