El final de la Vuelta, con el ascenso de La Covatilla, resultó un espectáculo trepidante. Parecía que asistiéramos a un desenlace similar al del Tour, en el que Roglic perdía el maillot de líder en la víspera de terminar la carrera, tras haberla dominado a lo largo de su recorrido. Y un impulso de justicia me sacudió, lo confieso. El ciclismo es un deporte que, entre otras virtudes, tiene la de la ausencia de fanatismo, de banderías que quieren que gane el suyo de cualquier manera, y, en general reina la deportividad, el fair play. Yo sigo ese criterio a rajatabla, y nunca quiero que gane tal o cual corredor por encima de sus méritos, pero ayer, viendo repetirse la derrota del Tour, pensé en el esloveno, en su abatimiento posterior, y tomé partido por él. En el último kilómetro sujetó la diferencia y todo quedó en un susto al borde del precipicio, para desgracia del combativo Carapaz, que protagonizó un ataque brutal en la subida. Se permitió poner el plato grande en varios tramos. Así que Roglic puede cerrar la temporada con alivio, y como aquello de que un clavo saca a otro clavo, imagino que enfrentará el futuro sin ningún lastre psicológico, con su karma depurado.

Otro aspecto destacable a lo largo de la carrera ha sido el pundonor colectivo del Movistar. Ha estado en todas las batallas, siendo el principal agitador. Cuenta con una gran infantería, pero le faltan capitanes al nivel de Roglic o Carapaz. Valverde parece en el declive definitivo. Soler da una de cal y otra de arena, con destellos de clase, pero sin terminar de concretar una eficaz regularidad. Y Enric Mas logra un meritorio quinto puesto, en el primer año en el equipo, con la dificultad que tiene la mutación del ADN de la escuadra clasicómana belga Deceuninck, a la del equipo navarro, donde se priman las clasificaciones generales, y no el brillo aislado en determinadas carreras. Veo en él a un futuro campeón. Contador salió a entrenar con él, en el temible Gavia, cuando el madrileño competía y el balear militaba en el equipo amateur que Contador promovía, y contó que Mas casi le deja de rueda. Quedó tan impresionado que vaticinó que veía en él a su sucesor. Mi vida ensambla los recuerdos de acontecimientos con bicicletas, los personales, y los sociales. Miro a los viajes de la infancia, y aparecen las bicis. Arantzazu, en las primeras vacaciones de mis padres, un verano lluvioso que nos obligó a bajar a Oñati para comprar un paraguas, que nuestro optimismo había evitado.

Miro Arantzazu y veo una preciosa bici de corredor, apoyada en la pared del hostal. Gijón, otro viaje infantil, y, entre todo lo visto, prevalece en mi memoria una bicicleta de carreras que había en la casa donde nos hospedábamos. O mi portal, donde un vecino dejaba cada día una bici amarilla con la marca "Campione del mondo", sobre el arcoíris ciclista. Todo eso armó una pasión, que se cruzó con mis propias bicis, las pequeñas en las que soñaba al corredor futuro, y, sobre todo, en la primera grande, montada con piezas de la chatarra. No estoy seguro de cuánto fue cultural, es decir construido por mi mismo, interpretando lo ambiental, y cuánto heredado, inconsciente; porque en mi entorno la bicicleta estuvo muy presente. En las peripecias de mi padre sobre su Pelissier morada en la preguerra, en las carreras estudiantiles, o utilizándola como mugalari. Ahí la bicicleta trascendía el gozo para servir a una causa. Un bicicleta perdida, robada, tras la contienda, y que siempre vi como un símbolo de la derrota.

Por eso no es de extrañar que en un 7 de noviembre, hablando de ciclismo, me traslade a un hecho histórico, la Revolución rusa. Cuando octubre en Rusia era noviembre aquí, porque los calendarios eran distintos. Y ese 25 de octubre, nuestro 7 de noviembre, en aquel acontecimiento que cambió el rumbo de la historia, las bicicletas también tuvieron su protagonismo. En las horas previas al asalto al Palacio de Invierno, sede de la presidencia del gobierno provisional, el bolchevique Comité Militar Revolucionario envió a dos ciclistas de la guarnición de Pedro y Pablo, con un telegrama al Estado Mayor, urgiendo la rendición del gobierno y sus tropas, porque si no, serían asaltados por la guardia roja. Los ciclistas discutieron con los ministros, que capitularon. Fue el preámbulo, que facilitó la toma del palacio, en cuya defensa había un batallón de ciclistas, que se pasaron a la insurrección.

La Revolución sacudió todos los estamentos de la sociedad, también el deportivo. A veces he hablado de su mayor campeón, Souko, en los años ochenta. Como él, estos eslovenos brillantes, Pogacar, Roglic, también llevan en sus velas aquel viento de Este, y, aunque no lo sepan, recogen sus frutos. En 1924, tres estudiantes soviéticos de Educación Física, Freidberg, Kniazev y Plesch, fueron becados para dar la vuelta al mundo en bicicleta, con un interés científico. Querían probar la calidad de los neumáticos que habían empezado a fabricar; y contactar con clubes obreros deportivos de todos los países. Deseaban conocer las experiencias del exterior, aprender qué hacían los otros. Se preguntaban cómo organizar el deporte nuevo, de masas, obrero, para todos, en una nueva sociedad nacida con el socialismo. Todo aquello parece desvanecido, pero volverá el esplendor para aquellas ideas que lo impulsaron.