a llamaban Clásica de las hojas muertas, porque se celebraba avanzado octubre y cerrando la temporada de las grandes pruebas ciclistas. Pero este año se ha disputado en la mitad del verano. La lluvia, las nieblas persistentes que llegan del río Po, que acompañan habitualmente el otoño de las carreteras lombardas, que adornaban de misterio la aparición de los ciclistas, no estaban, y eso le daba otro aire a la prueba, distinto, como si no fuera ella misma. Esas nieblas penetrantes creaban la escena, otorgaban la personalidad a la carrera. Los corredores cambian, sus vicisitudes mutan, pero el monumento permanece porque la memoria y los lugares son más fuertes que las personas, el escenario más que el acontecimiento.

Evenepoel, esa perla de veinte años, había anunciado, “si me catalogan como favorito es mi culpa”. Su presencia en las carreras de este 2020 se saldaba con un pleno en las vueltas por etapas, San Juan en Argentina, y el Algarve, antes de la pandemia; y Vuelta a Burgos más Vuelta a Polonia en el último mes. Venciendo a lo gran campeón, ganando en todas las artes del ciclismo, contrarreloj, montaña, o escapado. Pero sufrió una caída escalofriante, volando por encima de un puente en el descenso del Sormano. ¡Ojalá su prometedora carrera no se vea truncada por ese accidente, ni su salud afectada! La carrera se congeló allí, sin Evenepoel, con los líderes destacados en un grupito, Nibali, Mollema, Bennett, a los que se impuso Fuglsang con un gran ataque en la última cota, San Fermo della Bataglia, con una aceleración sostenida, que nadie resistió.

Hoy es el primer aniversario de la muerte de Felice Gimondi. Ganó dos veces en Lombardía, y a pesar de coincidir con Merckx, supo filtrarse en las carreras donde no estaba el caníbal y labrarse un gran palmarés, con una Vuelta, un Tour, y tres Giros, venciéndole incluso en el mundial de Barcelona en 1973. Traigo a Gimondi porque relata, en unas memorias, lo decisivo que fue para él en su infancia la Madona de Ghisallo, uno de los hitos en el Giro de Lombardía. El Ghisallo distaba sesenta kilómetros de su pueblo y un día de verano fue en bici con un amigo. Cuenta que sufrió como nunca. Que al llegar a su pueblo, desfallecidos, tiraron las bicis, y se comieron una higuera para saciar su hambre. Y añade cómo, unos años antes, cada año iba toda la familia, en la camioneta de su padre, al Ghisallo, para ver la carrera. En esos dos acontecimientos, se instaló su pasión por el ciclismo. Al pasar de los años, los recuerdos se convierten en nuestras verdades, las de la experiencia, y podemos ver dónde empezó algo, una pasión, un camino, y también las equivocaciones.

Existen hechos que nos cambian, como una revelación, y nos guían después en la vida. Yo recuerdo la conferencia del arquitecto Aldo Rossi; a partir de entonces la arquitectura, el arte, se poblaron de correspondencias, que me permitían ver lo invisible, el alma de las cosas. Miraba las murallas del Kremlin, y veía ejércitos de tártaros llegar desde Oriente. Comprendía por qué al poeta Mayakovski, de las montañas de su Cáucaso, le interesaban las palabras que contenían. Y como Gimondi en el Ghisallo, la experiencia infantil de ver de la mano de mi padre, en la Cuesta de Muerte, la victoria de Tom Simpson en el mundial de Donostia, cobra ahora un valor decisivo para mi pasión ciclista. Así es este ciclismo del que hablo, en el que la memoria arma los sueños, con historias dentro de las historias.

Es tal el valor de monumento que ha cobrado esa subida al Ghisallo, que en lo alto, junto a la iglesia, existe un museo de ciclismo. He escrito muchas veces sobre la memoria de nuestro ciclismo vasco, casi una seña de identidad como pueblo. He criticado cómo han desaparecido rutas que fueron la memoria de nuestro deporte, como la Cuesta de la Guitarra, donde Perurena, Lasa, los Montero, Iturri, Miner, se hicieron corredores. Hubiera sido un buen lugar para un museo de nuestro ciclismo. Mejor, por laico, que la virgen de Dorleta, patrona de los ciclistas, en Leintz Gatzaga. Con la sección para los campeones, y la de los ciclistas de los sindicatos estudiantiles republicanos, con la sección de bicicletas y maillots. Antes, el bar de Perurena suplía esa carencia en nuestra imaginación, gracias a algunos recuerdos sobre sus paredes, como la gran foto del equipo Fagor ayudando a Ocaña ensangrentado, subiendo el Ballon d’Alsace.

En el museo de Ghisallo podemos ver la bicicleta de Alfonsina Strada, una pionera del ciclismo femenino, que corrió el Giro de Lombardía en 1917 y 1918. En 1917 terminó en el puesto 32, cuando más de veinte corredores varones abandonaron. El año siguiente finalizó entre los veinte primeros. Era una mujer en un pelotón de hombres, y cabe imaginarse cómo la mirarían. Binda, un campeón de la época, no lo admitía y decía que debía estar en la cocina. Un comentario lamentable que hoy todavía nos es familiar. No hace mucho, aquí, las pocas chicas ciclistas se veían obligadas a disputar las carreras junto a los chicos. Recuerdo que eso le ocurría a mi amiga Arantxa, la nieta del ilustre corredor donostiarra Iturri. Hoy, por suerte eso ya está superado, pero queda mucho por hacer para la verdadera igualdad.

A rueda

Los corredores cambian, sus vicisitudes mutan, pero el monumento permanece porque la memoria y los lugares son más fuertes que las personas, el escenario más que el acontecimiento

Hoy es el primer aniversario de la muerte de Felice Gimondi. Ganó dos veces en Lombardia, y a pesar de coincidir con Merckx, supo filtrarse en las carreras donde no estaba el caníbal y labrarse un gran palmarés