Como decía Francisco Calvo Serraller, toda pintura abstracta es, en definitiva, paisaje o, de un modo u otro, hace referencia al mismo.

Este es el caso de Soledad Sevilla (Valencia, 1944), que tras un largo recorrido desde los años 60 en los que trabajó posiciones cercanas al minimalismo, pasando por los 70 con pinturas de raigambre geométrica, poética y óptical art, y unos 80 conceptuales y espaciales, ahora ha vuelto al lienzo y presenta una selección de sus últimos 20 años en las salas de KuboKutxa de Donostia, en una exposición comisariada por Lola Durán.

Con gran rigor analítico y experiencia sensorial, la autora, reconocida en museos y galerías internacionales, tanto por sus pinturas como por sus instalaciones, presenta sus obras en las que las relaciones luz, materia y espacio, así como sus formas seriadas, pureza cromática y atonalismo, son una constante, rehuyendo de toda subjetividad y expresionismo. En su obra confluyen constructivismo, suprematismo, y neoplasticismo, además de la praxis adquirida en el Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid. A ella le interesan más los espacios de representación que los mismos temas. Pintura e instalación se retroalimentan, utilizando las series para desarrollar sus ideas. La instalación le añade carácter efímero a su obra, cargada de acentos poéticos y cinéticos casi siempre. Su obra ha desembocado últimamente en una abstracción lírica y poética.

La exposición se abre con la instalación Nada temas (2023), en la que madera, hilos de algodón y luz azul crean espacios geométricos, puertas de gran sobriedad y poética cuasi religiosa.

Sus grandes Retablos A y B (2009), trazados sobre tablas verticales en verdes y rojos graduados, referentes del secadero de tabacos de la Vega de Granada donde ella trabajó, empequeñecen al espectador con sus grandes dimensiones, y su Sonata sin futuro (2010) penetra al espectador con la intensidad de sus rojos. Junto a ellos se presentan sus Arquitecturas agrícolas (2013-2016), secaderos de tabaco, realizados en papel, neopreno y metal, arquitecturas efímeras de carácter cinético.

Verdaderamente interesantes y poéticas resultan sus obras sobre Arpilleras, La noche en blanco (2018), El silencio (2017), series trazadas en negro y blanco, que unidas a manera de políptico resultan de gran sobriedad, calma, y belleza. Pequeños trazos, microcosmos de un mundo aparentemente sutil y perecedero.

Sal (1998) y Sica (1997), son ya un clásico de su obra dentro de la abstracción lírica compuesta por módulos de azules y amarillos, rojos y ocres intensos, pinceladas personales, paradigma de hojas y vegetales de su entorno.

Entre el concepto y la geometría se mueve también su serie sobre Los toros (1970), en la que con trazo vaporoso y sutil, y retículas geométricas se adivinan toros, capotes, alberos, toriles y otros aditamentos taurinos. Rigor y disciplina al servicio de una obra silente, humilde, hermosa y atractiva.