ace ya unos cuantos años en estas mismas fechas no me corté mucho al decir que "no quisiera pecar de quisquilloso al insistir en todo lo que aborrezco de las navidades. En concreto, sus rituales llenos de obligatoriedad, henchidos de mentiras o medias verdades. Esos festines con rasgos cada vez más desdibujados, en donde el banquete familiar, entrañable de antaño y en torno a unos productos típicos y tópicos pero a la vez sencillos, se está sustituyendo por una larga letanía de despropósitos en los que caen muchos en este reino (efímero y superficial) del despilfarro incluso en esta situación de profunda crisis, sobre todo para algunos más desfavorecidos".

Si bien, mitigando un tanto mi declarado escepticismo, matizaba: "De todas las formas, quisiera ver en estos banquetes navideños algún aspecto positivo y para ello, me apoyo en las palabras de la escritora uruguaya María del Carmen Soler: El banquete es el triunfo de convertir una mera necesidad en una fiesta total, suavizando a la par la soledad del individuo durante unas horas de especial satisfacción, por medio de un gran vínculo de la comida en común".

Por ello, resulta oportuno volver al redil navideño y en vísperas de la cena de Nochevieja, comentar un poco los antecedentes de este festín, sin duda más lúdico que ningún otro, aunque este año de nuevo descafeinado, lógicamente.

Desde los inicios del Imperio Romano, enero estaba dedicado al dios bifronte Janus, que mira por delante al año que viene y por detrás al año que se va, por eso se le representaban con dos rostros. Uno, anciano con barbas y el otro, chavalito imberbe. En ese tránsito del año ya los romanos invitaban a comer a los amigos y se intercambiaban miel con dátiles e higos como todo un simbolismo para que el año que comenzaba fuese dulce. Esta costumbre romana fue entrando en Europa, donde con el mismo fin de recabar prosperidad comenzaron a ofrecerse lentejas, de las que se dice que propician la bonanza económica.

En la Edad Media la Iglesia trató de oponerse a las viejas costumbres, pero no consiguió extirpar la atmósfera licenciosa de la noche de San Silvestre, único islote pagano de las doce noches navideñas (las comprendidas entre la Navidad y Reyes), que la Iglesia consideraba, mediante abstinencias y ayunos, como un periodo de renovación espiritual y física para afrontar el año entrante. La cena de Nochevieja empezó a convertirse en una festividad obligada por la moda tan sólo desde comienzo del siglo pasado. A diferencia de la cena de Nochebuena, se trata de un rito de carácter más público que se celebra, sobre todo, entre amigos, mientras que la Nochebuena, es inicialmente más familiar.

La tradición de despedir con uvas el año parece ser que data de hace dos días. Sin embargo, la tradición de despedir el año comiendo lentejas (mucho más ancestral que la de las uvas) sigue plenamente vigente en Italia, seguramente por aquello de las acendradas supersticiones de los italianos, que sostienen que traen suerte, al margen de la gran suculencia del plato que sirven de complemento al Zampone, una contundente y gustosa pata del cerdo deshuesada y rellena de sus propias carnes.

Aunque les parezca muy populista y poco adecuado para un banquete navideño, hay que precisar que hace ya un tiempo las humildes y a veces despreciadas lentejas han entrado por la puerta grande de la Alta Cocina actual. Baste citar ejemplos punteros: Pepe Rodríguez Rey del restaurante El Bohío, en la población toledana de Illescas, preparaba desde hace tiempo una delicada sopa de lentejas con morcilla de pichón y sorbete de foie gras. Pedro Subijana en Akelarre nos deslumbró hace unos años con una de sus incontables delicadezas a la que denominó Irlandés de lentejasy setas, dada su presentación similar a la del famoso café con whisky y nata. Pero posiblemente será Hilario Arbelaitz (del Zuberoa oiartzuarra) quien más y con destacado acierto ha trabajado esta legumbre. Tuvo un plato inolvidable, la tocineta de cerdo ibérico, ahumada y braseada con berza y crema de lentejas, a la que aportaba un toque atípico (dentro de la cocina vasca) de laurel.

En cuanto a la arraigada tradición de las uvas de la suerte, hay mucha literatura al respecto y en algunos casos con teorías bastante peregrinas. Hay una creencia (a todas luces inexacta) que sitúa su origen en la Nochevieja de 1909 por un excedente de la cosecha de este fruto. Sin embargo, hay pruebas irrebatibles de que esta costumbre es bastante anterior, si bien el referido excedente de 1909 (en concreto, de uvas blancas), sirvió para el incremento de su consumo la noche de fin de año, pero no de su primera aparición. Y es que es mucho más probable que esta fuera en los madriles de 1880, como una acción de protesta con una gran carga satírica a cargo del pueblo llano, ya que la gente chic de la alta burguesía solía celebrar estas fiestas al estilo francés con champán, acompañándolo de uvas.

Coincidió, además, que en esas fechas el consistorio de la capital prohibió los desmadrados festejos callejeros celebrados alrededor de la noche de Reyes, y los chulapos (más chulos ellos que un ocho), a los que se les había hurtado su principal sarao navideño, se aprovecharon de que aún estaba permitido reunirse en la Puerta del Sol para escuchar las campanadas del histórico reloj en Nochevieja y empezaron a comer uvas (algo realmente barato para esa época) como burla de la costumbre de los pudientes y en señal de protesta contra las restricciones del Ayuntamiento.

Numerosos periódicos de 1882 ya recogen las primeras menciones de esta tradición e incluso en 1884 algunos la calificaron un tanto exageradamente de "imperecedera costumbre". Aunque el consumo de las doce uvas mantuvo su carácter irreverente, contestatario y de total pitorreo durante bastante tiempo, acabaría por normalizarse y extenderse al resto del país con el paso de los años.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía