- En O gemer (El gemido), Xabier Erkizia (Lesaka, 1975) nos sumerge en un viaje experimental, geográfico e histórico sobre el peculiar sonido de los conocidos como carros de bueyes vascos. La película se estrena hoy en la sección Zinemira del Zinemaldia. Además, se proyectará mañana (16.00 horas) y el martes (21.45 horas).

¿Qué le evoca el sonido de los carros de bueyes vascos que sea tan importante como para que desencadene en esta película?

-Llevo como diez años investigando ese sonido, a raíz de que descubrí muchos comentarios sobre él a través de textos de viajeros que en los siglos XVIII y XIX venían a Euskadi, y todos mencionaban ese sonido. Nada más cruzar la frontera hablaban de ese sonido espantoso, primitivo, de los vascos, y la cuestión es que hace ya décadas que ese sonido desapareció de nuestra geografía. Entonces me he pasado diez años buscando ese sonido vivo, porque tenía sospechas de que no era gratuito. Porque había algunos viajeros que hablaban de cómo preguntaban a los ganaderos o a los usuarios de los carros por qué los hacían sonar. Y las respuestas que obtenían siempre era como muy sensacionalistas; por ejemplo, que ese sonido era para ahuyentar al diablo, y cosas de estas; y los escritores, fascinados, enseguida escribían eso. Existe mucha literatura sobre ese sonido, pero la realidad es que apenas se puede encontrar actualmente un carro que suene; es muy muy difícil.

¿Cómo se generaba ese sonido?

-Son carros de eje móvil, en los que el eje se mueve al mismo tiempo que las ruedas, y de esa fricción se genera el sonido. Y mi teoría era que ese sonido estaba afinado, o sea, que los dueños de los carros afinaban esos carros.

Que no era un sonido casual.

-Eso es. Y que cada uno tenía su propio sonido; según el tipo de humedad, el tipo de maderas, el peso, hacían sonar de una forma o de otra. Estamos hablando del sonido no estrictamente musical más antiguo de la historia de la civilización. Ya en la construcción de las pirámides de Egipto aparecen ese tipo de carros, y llevando pesos considerables encima, lo que implica que tenían que sonar sí o sí. Es un sonido, un ruido si le quieres llamar así, que se ha resignificado durante los últimos siglos: en la conquista de América, se convierte en el sonido de los conquistadores; pero al poco tiempo, cuando los carros de caballos llegan a América, se convierte en el sonido de los esclavos. En el camino se pueden encontrar canciones, como la de Los ejes de mi carreta de Atahualpa Yupanqui, que mencionan los diferentes significados que ha tenido ese sonar del carro.

¿Y cómo se convirtió esa búsqueda personal en película?

-En un momento dado conocí a Tamara García Iglesias, productora del filme, le conté lo que estaba haciendo y ella dijo: hay que hacer una película de esto, esta historia es muy bonita y hay que contarla. Hay otros resultados en marcha, como varios discos que se van a publicar también en el extranjero. Pero en cuanto a este proyecto de cine, el gran reto ha sido cómo traer tanta información de tantos siglos a una sola película.

Una película muy física, sin narrativa ni diálogos, donde el sonido habla por sí solo.

-Claro. Está al servicio del sonido. La forma propia de la película tiene implícito eso, y toma como base una sensación: que la primera vez que tú ves en vivo un carro sonar, un carro bastante pequeño haciendo un gran sonido, hay algo que es como irreal, y al mismo tiempo muy físico. Todas las personas con las que he podido compartir eso me dicen: es que me resulta familiar, y no sé por qué porque yo nunca he escuchado esto. La idea era cómo llevar eso a una sala de cine sin despreciar el resto, sin dejar a un lado todo el carácter histórico.

Su investigación le lleva a Brasil, donde todavía hoy suenan esos carros.

-Sí, encontré que en el centro de Brasil todavía hay una romería en la ciudad de Trindade, Goiás, donde se juntan cada año 600 carros, y donde cada carrero está muy orgulloso de su propio sonido, incluso hay diferentes estilos de sonar. La idea era por una parte documentar eso, y por otra parte hacer un viaje de vuelta, ya que empezamos desde América que es donde digamos termina el viaje, cómo retornar esto aquí y acordarnos de que esto existió aquí, y por eso la segunda parte de la película, que empieza en Pompeya como punto mojón de la historia, deja constancia de cómo allí hay marcas de carros y cómo esas marcas de carros se van extendiendo por toda Europa hasta acabar en Azores, que es donde termina la película, ya mirando hacia el Atlántico.

¿En Brasil confirmó su teoría sobre la afinación de estos carros?

-Sí, allí pude certificar todas mis sospechas, de hecho me quedé corto. Yo tenía mi teoría un poquito discreta y ahí me di cuenta de lo que era... Ellos han llegado a un nivel de perfeccionamiento de la afinación que incluso te pueden hablar en términos musicales de su carro. Incluso cuando viajan en convoyes, porque hay carros de estos que en esa romería quizá hacen 200 kilómetros en carro, el sonido, según se va calentando el carro, va cambiando, entonces ves cómo cambian el orden del convoy para que suene de una forma concreta, como si fuera la formación de un acorde. La cuestión de la afinación se convierte en algo mucho mayor que el propio carro. Es como música del paisaje.

¿Cómo acoge este estreno de la película en el Zinemaldia

-Para mí ha sido una sorpresa, porque yo no soy cineasta, trabajo regularmente haciendo bandas sonoras, diseño sonoro para películas; en los últimos quince años habré hecho unas 90 películas, pero nunca había dado el paso a trabajar con imagen, entonces para mí era un reto. Desde el principio mi objetivo era hacer una película que no había visto antes. No por una cuestión de originalidad sino porque pensaba que la peculiaridad de ese sonido y de esa carga de la historia precisaba encontrar un lenguaje diferente. Y no me imaginaba que encajaría en un festival de clase A como el Zinemaldia, en el que fundamentalmente participan películas de ficción. Pero hace ya años, cuando vieron el pase en privado, se interesaron por la película, y especialmente le agradezco muchísimo a José Luis Rebordinos, porque sé que este tipo de cine no le gusta, no es muy fan de lo experimental, y aun así siempre ha insistido en que le gustó mucho la película y ha apostado fuerte por ella.

¿Cómo ve las oportunidades hoy para que el cine experimental se exhiba y llegue a conectar con el público?

-Hombre, yo creo que este tipo de películas escapan un poquito de la sala de cine. Si bien por formato y sonido sí ganan mucho en sala de cine, porque es una película sin narración, es muy física, es una obra que bien podría funcionar como instalación, bien podría acabar siendo un disco, o un libro... Le veo muchas posibilidades, pero escapando un poquito del ámbito del cine. Este proyecto para mí ha sido un ejercicio muy curioso; nunca me había enfrentado a la producción de una película, porque además de director también soy productor, y ha habido sus momentos de sufrimiento porque hay ciertas cosas del ámbito de la industria del cine que a mí se me escapan, y que son lógicas muy del cine de ficción y sin querer se aplican también a otras películas experimentales, cuando las realidades económicas y de producción son radicalmente diferentes.

La película está dedicada a su abuelo, Frantxisku Martikorena.

-Sí, mi abuelo, de Bera por parte materna, que vivía en el primer caserío nada más cruzar la frontera con Sara. Está dedicada a él porque a él le debo muchas cosas; mi infancia siempre ha tenido esa cosa fronteriza, de paso, relacionada con la geografía, que me ha influenciado. Recuerdo que él me hablaba del sonido de los carros, pero nunca pudo mostrarme cómo sonaban. Y en la película sí está esa cosa de la cultura de montaña, una cultura no escrita, que se ha mantenido como un código muy definido pero en un ámbito que no era ilustrado; una cultura que de alguna manera no ha trascendido a los libros. A mi abuelo le debo en parte ese interés por esa cultura de montaña y de frontera que es primordialmente sonora; como él me contaba, su cultura era una cultura del contrabando, donde se escucha todo y no se ve nada.