e ha dicho en múltiples ocasiones que “pensar en comer es pensar en el pan”. Hay una historia constatada, que recogía hace bastantes años el inolvidable Néstor Luján en el prólogo de un libro imprescindible, La tradición del pan artesanal en España (1994), cuyo autor es el colega y amigo José Carlos Capel y que ilustra a la perfección nuestra aseveración inicial. Nos cuenta el gastrónomo catalán que Demócrito de Abdera (filósofo griego del siglo V antes de Cristo y conocido por su estudio sobre la metafísica de atomismo) “muy anciano y decrépito, agotadas sus energías y en la antesala de la muerte, consiguió sobrevivir dos días más, tan solo oliendo unos lienzos calientes en los que había guardado el pan recién horneado”. El pan, por cierto, en la Grecia clásica era objeto básico de las ofrendas a la diosa Ceres.

Y es que hay que reconocer que el inconfundible aroma de una hogaza recién sacada del horno con su crujiente corteza y esponjosa miga hace revivir a un muerto. Sobre todo, un pan artesanal de masa madre, pero de verdad. También hay que convenir que la mayor parte de las comidas no están completas sin el apoyo del pan. Piensen en unos huevos fritos, unos chipis en su tinta, unos callos o un guiso de carne -para sopear (untar el pan en la salsa, según feliz expresión de Julio Camba)- una tabla de quesos o un plato de embutidos. Son todos ellos platos cojos sin el pan, por no hablar del socorrido y rico bocata. Además, tiene éste una propiedad añadida, que es la de ser el único alimento sólido -el vino tiene idéntica virtud- que acompaña un menú de principio a fin.

Pero no solo hablamos del pan como complemento, sino también de platos cuya base es el pan. Sí, porque de este alimento esencial se utiliza todo, incluso cuando resulta rechazado por seco y duro, tiene aprovechamientos gloriosos: unos crocantes picatostes para acompañar un puré o una crema, por no hablar de sopas de ajo, de la zurrukutuna o la sopa de pescado. Hay, asimismo, un famoso embutido salmantino, el farinato, un chorizo pobre que se elabora también con pan duro desmenuzado, cebolla, anises, pimentón, embutido todo ello en tripa de cerdo.

Ahora bien, la receta más universal de las sobras del pan es, sin duda, la de las torrijas, que con diferentes nombres y con pequeñas variantes, se ofrecen a lo largo y ancho del planeta. Así, en Bizkaia y Cantabria, las llaman tostadas; torradas los gallegos; torrades (coquetes, rostes o llosquetes,) con la advocación de Santa Teresa, en Catalunya. Nuestros vecinos galos las denominan pain perdu (perdido pero sabiamente recuperado). Los norteamericanos las conocen como french toast (tostada francesa) y en el Reino Unido las denominan (con el boato que les caracteriza a los británicos) poor knights of Windsor (pobres caballeros de Windsor). Similar al nombre de los arme ritter (caballeros pobres) alemanes. Así como las rabanadas o fatias douradas de Portugal. Todas son básicamente lo mismo: un postre hecho de pan seco, remojado y bien empapado en vino, leche o natillas, rebozado y después frito. Si bien en los últimos tiempos se ha puesto muy en boga, que en lugar de pan se utilice sobre todo el brioche u otro tipo de bollo finolis.

Por cierto, hay unas torrijas de pan que me entusiasman. Son las del cocinero Roberto Ruíz (ahora al frente del espectacular restaurante de Hika Txakolindegia) plenas de autenticidad, y que se bañan en delicadas natillas de leche y huevos caseros, ¡caseros!...

Precursor

Juan de Fermoselle, más conocido como Juan del Enzina era un poeta, músico y autor teatral de los tiempos de los Reyes Católicos, quien según parece fue el primer autor que acuñó la palabra torrijas -las llamaba torrejas- para definir aquel dulce con el que se obsequiaba a las madres que recientemente habían dado a luz.

Esa tradición ancestral sigue viva en los nombres que reciben las torrijas, por ejemplo, en Menorca (sopes de partera), en algunas aldeas de Galicia (torradas de parida) y en la cocina sefardí, de la diáspora, donde las llaman revanadas de parida.

El citado escritor renacentista en su Cancionero de 1496 incluye un villancico en el que se cita a este postre: “No piense que vamos / su madre graciosa / sin que le ofrezcamos / más alguna cosa / que es de gran valor / madre del redentor / En cantares nuevos / gocen sus orejas / miel y muchos huevos / para hacer torrejas / aunque sin dolor / parió al redentor”.

Otra de las recetas más extendidas de la culinaria popular hispánica es la de las migas, condumio originariamente pastoril, suculento y humilde donde los haya. Nacidas para la subsistencia y para luchar contra los rudos inviernos, se han convertido en excusa para viajar al pasado medieval de pueblos como Ujué, en Navarra, y más en concreto al Mesón Las Torres, donde disfrutamos hace muchos años (abrió sus puertas en 1967) probablemente de las mejores y más disfrutonas migas que nunca habíamos comido. Una rusticidad convertida en rotunda exquisitez.

De todas formas, se pueden contabilizar en toda la península más de una docena de estilos diferentes en cuanto a elaboración de las migas (de resultados finales muchas más, tantas como oficiantes): destacan las extremeñas (con productos del cerdo ibérico), las de Huelva (con torreznos), las de matanza (con el “picadillo” fresco antes de ser embutido), las muleras (que llevan ajo y tomate), las migas canas (remojadas con leche), las aragonesas o de pastor (con panceta, tocino, longaniza, chorizo, pimientos..., aunque lo más típico y tradicional es ponerle huevo frito y uva), o las golosas migas negras (con chocolate rallado y azúcar), entre otras muchas.

El secreto de unas buenas migas no es tan sencillo como parece. Hay diversos factores que deben de coincidir para obtener el éxito: un ajustado remojo, el punto de cocción (como dice el vetusto refrán, algo machista: “la mujer hermosa y las migas jugosas”), el utensilio donde se elabora (para muchos, el mejor, la sartén), la calidad del pan, la armonía de aditamentos, y algo muy importante, el calor suficiente al ser consumidas.

Para esto último, es importante servirlas en el mismo recipiente donde se han elaborado y mantener su calor con un anafre (pequeño hornillo con brasas) debajo y, por supuesto, nada de platos individuales. Una cuchara para cada comensal compartiendo democráticamente las migas de la comunitaria sartén, cuando nos permitan hacerlo así las medidas sanitarias. Y es que las sopas -y también las migas- en sartén “son guarras, pero saben bien”.

Mikel Corcuera, crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía