uchas veces hemos querido reducir el lenguaje pictórico de Juan Luis Goenaga (Donostia, 1950) a la tierra, y el pintor es algo más que eso, algo más que madre tierra, algo más que toda la gama de ocres y de grises-verdes, con bajadas y penetraciones desde el caserío de Alkiza en las ciudades de Donostia y Bilbao, de París, Wiesbaden, Nueva York y Baiona. Goenaga es tierra y espacio urbano, es figuración y abstracción en muchos momentos, es línea y materia al mismo tiempo. Por eso la exposición de Juan Luis Goenaga, compuesta por 128 obras, que se presenta en el Kubo Kutxa donostiarra, comisariada por Mikel Lertxundi, ofrece la larga trayectoria de 50 años en los que su obra plasma iconografías diversas, sintaxis diferentes, y manifestaciones de espacios rurales, arqueológicos, urbanos, humanos, y sociales de diverso tamaño y envergadura.

Su obra ha crecido de manera constante y coherente desde sus primeras obras en conexión con las vanguardias del Grupo Ur, y Gaur, pasando por las sintaxis de los abstractos franceses y los expresionistas alemanes, hasta realizar una pintura personal, a veces casi minimalista y otras maximalista, que tiene mucho de introspección psicoanalítica, libre, profunda, y de afirmación personal y colectiva.

La muestra se abre con una colección de Autorretratos, realizados en diversos momentos de su producción, desde 1966 hasta nuestros días, y con una colección de dibujos, grabados, acuarelas, collage, gouaches, graffitis, óleos, y estampaciones que muestran al buen dibujante que siempre ha sido Goenaga.

En la gran sala se presentan las diversas series en las que ha trabajado desde sus comienzos el nocturno y diurno creador de imágenes oníricas, cercanas a la noche y a la tierra: Hitzalak (1972), Belarrak, Hari matazak y Sustraiak (1975), y también al día y la ciudad, el hombre, la mujer y la pareja: Bikoteak (1981), Seres antropomorfos, Andróginos (1978) y Encapuchados (1976-80). Neofigurativismo expresionista, mirada también a su entorno familiar, social y colectivo, cargado a veces de un fuerte colorido, o de un bronco sonido: Cochecito en el Paseo Nuevo, Paternidad y Cocodrilo (1984).

En algún momento el autor ya lo dijo: “Toda la historia del arte está escrita en ocres y grises, yo quiero insertarme en esa corriente”. En estos parámetros pinta a su entorno familiar, sus objetos y bodegones, a los que añade un plus de sentimiento y cercanía. Coincide en esta etapa con los repertorios iconográficos de la generación de las Nuevas Figuraciones y Realismos de Ameztoy, Zuriarrain, Llanos, Valverde Rosa y Nagel.

Series Arqueológicas (1991-1999), y Románico (1991) dan para mucho, para bellas ensoñaciones de muros, cuevas y paredes pétreas que desembocan en un osado Desnudo femenino (1995), en amarillos sobre espacio minimalista, y en muros de color ocres y naranjas, Leize okre (2007), y azules y rosas, Urdiñetan (2011).

Pero el pintor vuelve a producir paisajes del entorno de Alkiza, de su Donostia querida, con sus playas, sus ríos y urbanismo en planimetrías caballeras u horizontales, cargados de colores restellantes de luz y colorido: el Puerto, La Concha, el río Urumea, el tejido urbano de la ciudad amada y sus diminutas gentes trazadas a punta de pincel. Echamos en falta en esta muestra más paisajes de Donostia que, aunque puedan parecer más comerciales, están cargados de buen hacer y de gran lirismo. Otro tanto cabe decir de sus bodegones, a los que siempre ha dedicado tiempo y elaboradas construcciones en todo su proceso.

La muestra antológica sirve para darnos cuenta de que, aunque nos parece que el autor es siempre el mismo y no se mueve, es todo lo contrario, siempre diferente, siempre evolucionando, en iconografía y en sintaxis, en materiales, soportes, y colorido. Goenaga es un básico de la mejor pintura vasca de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI.