a amistad, los peligros venideros, la verdad, el bien y el mal, el inconformismo, la pérdida, el amor, la nostalgia de la infancia y hasta la muerte se pasean entre los arpegios de la guitarra y la voz de Silvio Rodríguez en su introspectivo y melódico último disco, Para la espera (Altafonte), que incluye un repertorio “de primeras versiones; soy yo mismo”, explica el veterano trovador cubano. Su vigésimo disco de estudio, de momento solo disponible en formato digital, acaba con una espera de un lustro desde su anterior álbum, Amoríos, que nos llegó con el apoyo de un grupo que mecía con efluvios de jazz temas como Una canción de amor de noche o Con melodía de adolescente.

Que me perdonen los seguidores de Pablo Milanés, pero Silvio no tiene rival en lo suyo. Y resulta accesorio el formato en que se presente. Como en Amoríos, en grupo; con una orquesta; o en solitario, como en su disco actual, Para la espera, en el que él se lo guisa y se lo come todo, ya que es el compositor de los textos, canta, toca la guitarra y el bajo. Y hasta silba. Grabado, mezclado y masterizado entre 2010 y 2020 en los estudios Ojalá, en La Habana, Para la espera ofrece trece canciones, diez inéditas, de un artista convertido en icono cultural, ético y político. El de San Antonio de los Baños (1946) reconoce que “son canciones compuestas en los últimos años”, todas “primeras versiones, realizadas poco tiempo después de haber sido compuestas”. De hecho, confiesa que “los instrumentos y voces que se escuchan soy yo mismo, tomando apuntes para desarrollar después”.

Con el fin de la espera reencontramos al trovador pegado a su instrumento de siempre, una simple y mágica guitarra. Y un bajo ocasional. Y un repertorio que suena con la frescura del juego y el descubrimiento del apunte, no manipulado con la tecnología en el estudio de grabación. Son canciones de orígenes, motivaciones y temáticas dispares, unidas por su minimalismo espartano, por una temática más personal e introspectiva que social.

Y también su carácter melódico, su tempo suave y plácido. Lo que Silvio ha denominado en alguna entrevista como “canciones bonitas”, de las que suele huir tanto como del liberalismo compulsivo. En esa catalogación se incluye Jugábamos a Dios, que cedió para la película Afinidades. En ella regresa a la ingenuidad de la infancia, un tiempo libre, sin quebraderos de cabeza y donde todo parecía posible. Y también Después de vivir o Los aliviadores, dedicada a esos seres repletos de luz que nos alivian de temores y dolores; en su caso su hija tardía y un nieto, ambos de edad similar.

Musicalmente, los arpegios y sones de la trova recorren un disco en el que también se atreve con guiños a la rítmica cubana cuando incorpora el bajo, como en Danzón para la espera, y hasta para el blues en el caso de Contreo atrás, la historia de una pérdida, de alguien que pierde un tren pero que se muestra dispuesto a aprender: “Mañana lo haré mejor, mañana madrugaré/tengo clara la lección, no la olvidaré”.

El resto del cancionero de este artista ya inmortal, soldado y ángel de la trova, palpita con su habitual capacidad para estremecer desde la sencillez.

Habla de expectativas y juegos en La adivinanza, con el amor como “premio mayor”; recuerda despedidas en Aunque no quiero, veo que me alejo; advierte de peligros y aboga por la sinceridad en la enigmática y metafórica Viene la cosa; y homenajea a Aute en Noche sin fin y mar, una oda al sueño y a la imaginación que cantó al cantautor español cuando estaba en coma... y él despertó.