ntro por la puerta tras bajar la basura y pillar el pan y unas birras en el súper, mis únicos actos sociales desde hace semanas, aunque ahora la cajera y yo hablamos por una mampara, como si uno de los dos estuviera en la cárcel y sorprendentemente no soy yo. “Tú, quítate la ropa”. Aún no he atravesado el felpudo cuando me sorprende esta inesperada invitación y mi novia fuera, hay que joderse. Es Imanol, uno de mis compis de piso. El más maniático, el que perpetró encerrarme en la habitación durante mi ochentena por miedo a que les contagiara. “Nuevas normas, chaval, me ha llegado el protocolo de recomendaciones del COVID-19 y para evitar el contagio hay que quitarse la ropa para entrar en casa”. Y me lanza una bolsa del Eroski como quien va a entrar en la cárcel para que deposite mis pertenencias dentro. A ver, que nunca he entrado en la cárcel, ya lo he dicho antes, pero lo he visto en pelis. “Quítate camiseta y pantalones, déjalos en la bolsa y de ahí a la lavadora y tú a la ducha”, me suelta como si fuera un guardia de Vis a vis. ¿Pero cómo me voy a despelotar en el felpudo si estará, como siempre, la vecina cotilla detrás de la mirilla? Déjame que entre y cierre la puerta, al menos. Le rechisto. “Nuevas normas o te quedas fuera”, repite. Y acepto, como acabo aceptando los males menores para evitar otros mayores. ¿Coger el coronavirus? No, dormir en el felpudo, que ya me lo hizo una vez a cuenta de un mosqueo y sé que es mejor no cabrear a la bestia. Así que sí, jersey, camiseta, pantalones y gayumbos, si hace falta. Pero me frena: “Tampoco te emociones ahora, tío”. Y escucho una queja espontánea tras la puerta de la vecina. Estoy gordo pero tengo mi público.