No me sorprendió en absoluto la reciente noticia de que el Premio a la restauración y puesta en valor de los alimentos de Cantabria de 2019 hubiera recaído en el emergente cocinero Ignacio Solana (Ampuero, 28 de diciembre de 1979). Titular, junto a su hermana Inma, del restaurante Solana, ubicado en La Bien Aparecida (Ampuero). Cuarta generación de este negocio familiar, Ignacio (Nacho para sus amigos y colegas) es uno de los chefs con un brillante quehacer, con culto al producto local como pocos y potente proyección dentro de la región, que cuenta en su haber con una estrella Michelin (desde 2012) y con dos soles Repsol, que le fueron reconocidos en la gala celebrada en Donostia a fines del pasado año. Ambas distinciones más que merecidas.

Sin asomo alguno de autobombo (que los que me conocen saben que no me va para nada) tengo que reconocer que cuando conocí esta casa hace poco más de ocho añitos, en primavera del 2011, aparte de deslumbrarnos a los afortunados comensales que allí compartimos mesa y mantel, prácticamente no le habían otorgado aún distinción alguna. Además, según me descubre ahora el bueno de Nacho, el artículo publicado en esta misma sección (que me ha permitido inspirarme para titular el actual) era el primero que le dedicaban, lo cual resulta muy gratificante, por lo que supone de afortunada mi predicción. Ya lo decía la sabia de mi amona: “Después de visto todo el mundo es listo”.

Pero veamos lo que decíamos entonces, el 25 de marzo de 2011, sobre nuestra escapada: “En una zona idílica y bucólica, sita en pleno corazón de la bella Cantabria, en su zona oriental, en la denominada cuenca del Ansón, en la población de Ampuero, y más en concreto enfrente del monasterio de la Bien Aparecida, la virgen patrona de Cantabria, equidistante (unos 50 km) de Bilbao y Santander. Allí se encuentra nuestro destino culinario de primer orden: Solana. La historia de este restaurante es el reflejo de toda una familia a lo largo de cuatro generaciones, desde 1938. Aún se mantiene casi intacto, con mucho sabor de antaño, el vetusto bar. Típica expresión de los colmados todoterreno de los pueblos, mientras que el restaurante, tras diversas reformas, (la última en 2007) es hoy un elegante, diáfano y confortable local. Cuya mejor decoración son los bellos paisajes de la verde montaña que se divisan desde sus amplios ventanales. En cuanto a su cocina y prestaciones complementarias (que es lo que más nos interesa) es la más viva expresión de saber conjugar los sabores tradicionales de la tierra con la modernidad, sin estridencias”.

Y es que Nacho se ha forjado, además de en los fogones familiares, en sitios de tanto nivel como en su día fueron el mítico río Ansón y el Club náutico de Laredo de su región, y los navarros Tubal y Europa, entre otros. Ya decíamos en el artículo de referencia: “Es un prodigio de refinamiento, poseedor de las mejores artes culinarias, eso sí, al servicio del sabor, empleando además los mejores géneros de su feraz entorno”.

versión actualizada Hoy día ha ido todo en esa línea, pero a mejor. Por una parte, hay un apartado de la carta denominado Los guisos de Begoña, como homenaje a la madre nutricia y el resto es cosa de la fértil imaginación de Nacho. Así como de un encomiable servicio de sala a cargo de su hermana Inma, quien junto al chef, cogió el testigo de este restaurante familiar en el año 2004. El festín (basado esencialmente en su actual menú degustación) fue un fiestón de órdago a la grande, regado además por emergentes e interesantísimos vinos de Cantabría. Comenzando por un carrusel de picas deslumbrantes, con gollerías como filipino de foie gras y chocolate blanco; croqueta de jamón (con leche de vaca de la más alta calidad) campeona del mundo 2017 en el concurso de Madrid Fusión; crujiente de mejillón en escabeche cubierto de mousse templada; bocadillo de anchoas y tomate con albahaca sobre gelatina de salmorejo; steak tartar de carne en un cilindro crujiente de la excelente patata de Valderredible, buñuelo de compango (sacramentos del cocido) con alioli de chorizo y el sencillo y sin par caviar de Ampuero. Además de un impresionante pimiento verde de las huertas locales, frito, carnoso y de gran gustosidad, la sublime sencillez; ostra Guillardeau al natural con gazpachuelo cántabro; y sin apenas descanso, ensalada de bocarte en texturas (marinado, en helado y crujiente de la espina) con tomate natural recubierto de una cobertura de albahaca.

Fantástica, asimismo, su versión actualizada del cocido montañés (en la base una hojita de gelatina de berza, alubia blanca, mousse de morcilla, panceta y sal de chorizo) y un estirado y sápido caldo tradicional. Muy delicado el plato de yema líquida de huevo campero del Ansón, con carbonara verde y trufa de verano. Otro guiño desde la modernidad a la tradición regional Sorropotún (del estilo de nuestro marmitako) pero deconstruido con taquitos de bonito del norte marinado, esferas de pimiento rojo, crujientes de piquillos y ñoquis de patata sobre el caldo de la marmita. Otra virguería a continuación: los callos de bacalao guisados, como se hacen los de vacuno, con carabinero en dos servicios. El cuerpo hecho levemente y troceado sobre el guiso y la cabeza aparte para chupar sus increíbles jugos?

Irreprochable el lomo de merluza de anzuelo con beurre blanco y muy interesante la vaca vieja de Cantabria con su pasto. Un lomo tipo rosbif en su jugo con emulsión de vinagreta de hierbas y rúcula. Y en los postres, la conocida quesada 2.0, otra reinterpretación vistosa y sabrosa de la mítica golosina regional que precede a un dulce más fresco y frutal denominado Viaje a Tailandia, con merengue crocante, frutas exóticas (mango, fruta de la pasión, papaya, etc.) y especias. Bodega de mucha categoría y un servicio perfeccionista y acogedor, bajo el sereno control de Inma, que hace bueno el refrán: “El ojo del amo engorda el caballo”.