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Cine entre fogones

‘el festín de babette’, una película del año 1987 ganadora de un oscar, es un tótem para los gastrónomos

Cine entre fogones

De lo poco que recuerdo gratamente de las fiestas navideñas, al margen de las “cuchipandas”, cada vez menos pantagruélicas ya que no paramos de zampar en todo el año, son las tertulias posteriores que giran en torno al tema culinario, algo que hemos llamado, con algo de cachondeo, “Comida forum”. Es decir, seguir hablando de comida y vinos después de ponernos hasta las trancas.

El otro tema, siempre presente, aunque suene pedantillo, es charlar de cuestiones culturales, sobre todo de cine, ya que son los días en que coincidimos familia y amigos de verdad con un cinéfilo de aúpa, que lo es desde muy niño: mi hermano Federico. No se pierdan sus Divagaciones cinéfilas (fcorcu.blogspot.com) que son, sin pasión fraternal alguna, canela fina. Precisamente, nuestro artículo refleja, en gran parte, las inquietudes de ambos y sus conocimientos en algo que Marta Belluscio plasmó en la deliciosa obra Comida y cine: placeres unidos.

Entrando en materia, me parece oportuno señalar que hay dos divisiones muy obvias en cuanto al filme de tema gastronómico: el que focaliza la historia hacia adentro y el que lo hace hacia fuera de los fogones. Respecto a la primera faceta, cabría mencionar El festín de Babette (1987), de la que luego hablaremos (que participa de las dos vertientes en realidad); la cinta de dibujos animados Ratatouille (2007), cuyo título evoca una reconocida receta francesa similar al pisto; Deliciosa Marta (2001), en la que se nos ponían los dientes largos con su paté Maison; la española Fuera de carta (2008), aventuras y desventuras de un chef homosexual hipertenso cada vez que un crítico gastronómico aparecía por su local; o El chef, la receta de la felicidad (2012), una película, en apariencia amable, sobre la típica relación maestro-alumno aventajado, pero que da una certera visión sobre todo lo que rodea al mundillo gastronómico.

Respecto al segundo apartado, cabría mencionar El guateque (1968) y su hilarante comida servida por un mayordomo beodo y torpísimo (interpretado por un genial Peter Sellers); la producción francesa El gran restaurante (1966), con el jefe de sala más histriónico que imaginarse uno pueda: el gran Louis de Funes. Imprescindible, como crítico gastronómico Muslo o pechuga (1976), una desternillante comedia, sobre todo en su primera mitad, que ofrece una mirada entre torva y cariñosa hacia esos profesionales del buen yantar.

A veces los críticos son temidos, y otras son utilizados como conejillo de indias para experimentos culinarios. Es lo que acontece, ya en el hogar familiar, con el inspector de policía y su mujer, aprendiz de una supuesta Haute cuisine, en la magistral Frenesí (1972), de Alfred Hitchcock, quien no deja títere con cabeza, empezando por la propia noción de justicia y terminando con la culinaria francesa, a quien la mujer homenajea (es un decir) con una vomitiva bullabesa o unas pringosas manitas de cerdo. Es una película entre espeluznante y tronchante pero que destila sabia armonía.

El tema de los comensales también ha tenido presencia en las películas cómicas desde tiempo inmemorial. Desde la clásica e impactante secuencia de la bota hervida, saboreada por un hambriento Charlot en La quimera del oro (1925), pasando por las luchas con los espaguetis de Buster Keaton en El cocinero (1918), cortándolos con una tijera, y llegando al Jerry Lewis de Caso clínico en la clínica (1964), quien los enrolla de tal forma que le cubren todo el brazo.

Mención aparte merece nuestro venerado Jerry, quien en El loco mundo de Jerry (1983) sufre una de las pesadillas inherentes a todo comensal: permanecer indefinidamente atendiendo una carta cantada por la preceptiva camarera, quien con cada nueva elección de plato enumera un sinfín de variantes. El surrealismo en estado puro. Algo que también sufrió anteriormente otro grande la comedia, W.C.Fields, en Never give a sucker and even break (1941), en la que interpreta a un comensal que es humillado por una oronda y deslenguada camarera en una larguísima secuencia de refinado sadismo.

Eso sí, el comensal más desafortunado de la historia del cine pudiera ser el marido asesinado por su esposa en el telefilme de Hitchcock Cordero para cenar (1958), quien utiliza para cometer el crimen la gran pata de cordero prevista para la cena, siendo posteriormente asada y ofrecida como un manjar a la policía, ignorante de estar engullendo el arma homicida.

Una idea que, por cierto, “fusiló” Almodóvar en la película ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). Y en otro filme del mismo director, Volver (2006), en donde “homenajea” a La soga (1948), también de Hitchcock, con lo del cadáver en la cámara frigorífica y la comida a su lado.

Pero si hay una cinta que, al margen de sus valores cinematográficos, es un tótem para los gastrónomos es El festín de Babette. Escrita y dirigida por Gabriel Axel, en el año 1987 ganó el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. La historia está basada en un relato de Isak Dinesen, seudónimo de Karen Blixen, autora por cierto de la obra en que se basa Memorias de África.

La cinta cuenta cómo Babette, una mujer que huye de la represión tras la Comuna de París de 1871, se refugia en una remota aldea de la costa oeste de Jutlandia empleándose como cocinera en casa de dos hermanas, hijas de un rígido pastor luterano. Un día Babette gana un importante premio de lotería y decide compartir su suerte ofreciendo a sus patronas, y a otros invitados de su misma cuerda, una cena en la que servirá lo mejor de la cocina y la bodega parisina de esos años.

Los sensuales placeres gastronómicos chocarán frontalmente contra la tradicional sobriedad y rigor religioso de los comensales. El menú es sencillamente sublime: una genuina sopa de tortuga; blinis Demidoff (con caviar y crême fraïche); codornices en “sarcófago” de hojaldre con foie gras y salsa trufada; ensalada de endivias con nueces; surtido de quesos franceses; baba al ron y ensalada de frutas escarchadas; fruta fresca (uvas, higos, piña?).

Y unos vinazos de quitar el hipo: jerez amontillado con la sopa; con los blinis Champagne Veuve Clicquot 1860 (que los comensales que no habían probado nunca un espumoso llaman “¡el refresco!”); un mítico tinto borgoñón Clos de Vougeot 1845 con las codornices y los quesos. Curiosamente, agua con la fruta y, de remate, Marc de Champagne. Y todo por el morro.

No es de extrañar que la frase más significativa de la obra sea la siguiente: “Las únicas cosas que nos llevamos de esta vida terrenal son las cosas que hemos regalado”.