nina Simone (1933-2003) tardó casi tres décadas en escribir Víctima de mi hechizo (Libros del Kultrum), una autobiografía que ha tardado 30 años en publicarse en castellano. En ella, la estadounidense, figura clave del soul y el jazz aunque ella se sentía más “una cantante de folk y blues” y aspiró siempre a ser pianista clásica, lo cuenta todo: su difícil relación con sus padres y los numerosos hombres que pasaron por su cama, y su lucha por ser una mujer libre y negra, y por la defensa de los Derechos Civiles. Años de “errores, placer y dolor”, y de un piano y canciones inolvidables.

Eunice Kathleen Waymon (su verdadero nombre) escribió esta biografía, traducida por Eduardo Hojman, con la colaboración del cineasta Stephen Cleary. El libro ofrece una panorámica de Simone, mujer que le cantó a la libertad y que vivió la música como un camino para lograrla desde que era una precoz pianista prodigio a los tres años. Creció en Carolina del Sur, en una sociedad segregada y con sangre negra e india. Niña feliz aunque pobre, siempre sintió que su madre anteponía la religión (era pastora en una iglesia) a su familia.

Tocaba ya el órgano a los dos años y el piano, en la iglesia, a los seis. Simone sentía la música “como algo automático, como respirar”, escribe. “Aprendí de manera natural, como caminar”, apostilla. El gospel y, sobre todo, Bach, Mozart y Beethoven se cruzaron en su camino con las clases de piano que recibió y que sufragaron sus orgullosos vecinos. A los ocho años ofreció su primer concierto y “la música se convirtió en algo serio”.

Acabó estudiando en Nueva York, con 17 años, en el Juilliard, pero su formación pianística, con la que aspiraba a ser la primera concertista negra de música clásica de Estados Unidos, se truncó al no ser admitida en el Instituto Curtis de Fidaldelfia. “El rechazo me hizo cambiar para siempre” al comprobar que “el color de mi piel siempre marcaría una diferencia”, incluso por encima “del talento genuino”. Desmotivada, trabajó en un taller fotográfico antes de lanzarse a dar clases de música y cantar, por vez primera, en un bar de Atlantic City. “Sentí un placer casi tan profundo como con la música clásica. Creé algo nuevo improvisando, música propia con la técnica de Bach”, escribe.

Empleada doméstica Ya con su nombre conocido, tomado de Niña, apodo que le dio un novio hispano, y Simone por la actriz francesa Signoret, inició una vida marcada por la música y una retahíla de maridos y amantes astronómica (alguno maltratador y violador) que incluyó beatnicks, policías, mánagers, porteros de hoteles, escritores septuagenarios y hasta el primer ministro de Barbados, aunque nunca pudo olvidar a su primer novio (Edney).

Antes de que empezara a llegar el dinero, Nina trabajó como empleada doméstica. “Si me hubieran pagado más, habría conservado ese trabajo”, reconoce. No lo hizo (menos mal) y empezó a lograr el respeto (no la felicidad) a finales de los 50 gracias a una vorágine de conciertos que en la década siguiente le dio fama internacional entre lloros en noches repletas de bourbon. Fue entonces, a raíz de un viaje a Nigeria, cuando descubrió que “África sería siempre importante para mí”.

Negra y libre A medida que se convertía en una estrella y que lograba que ella y el público se conectaran “a un nivel muy profundo”, Simone se convirtió en una de las cabezas visibles del movimiento por los Derechos Civiles. Describe esos años como “la llamada del destino”, un tiempo donde Luther King y Malcolm X le ayudaron a “pensar por mí misma, una mujer en un mundo dominado por hombres en un país gobernado por blancos”. Acabó radicalizándose, siendo rica y famosa “pero no libre”, y abogando por “una nación negra separada” mientras dejaba himnos gospel como To be young, gifted and black.

La indómita Simone, frágil de mente y acosada por la bebida, se retiró de la música en los 70, cuando “la revolución fue reemplazada por la revolución de la música disco”. Se entregó a la vida cotidiana y se sintió como “una prisionera liberada” al viajar a Barbados. Allí descubrió, al separarse de su marido y mánager, Andrew Stroud, que tenía problemas económicos (retenida en un hotel que no podía pagar) y con el fisco, que le obligaron a huir de su tierra natal.

Y saltó de país en país (Liberia, Suiza, París, Holanda) y de amantes a amantes mientras se retiraba de la música y salió indemne de un intento de suicidio con pastillas. Y el destino volvió a sonreírle en los 80 gracias a su versión de My baby just cares for me, su carrera se reactivó y logró la seguridad personal y económica, sintiéndose “cerca de la felicidad y sin nada de lo que arrepentirme”. Y así vivió hasta su muerte, en 2002. Una vida “con cantidad de errores” pero años también “de alegría”, especialmente los de lucha con sus hermanos y hermanas negras.