UN documento hallado en Plymouth describe a los vascos a mediados del siglo XIV con las pieles tupidas del castor enrolladas al modo canadiense y no al estilo ruso, lo que establecería los primeros contactos de los vascos y los pueblos nativos de Canadá en torno al siglo XIII. Entre todos ellos, los vascos establecieron una entrañable relación con los elnu que, por uno de esas confusiones lingüísticas tan habituales, son conocidos como los mi'kmaq que en su lengua, el algonquino, significa amigo.

La relación entre ambos pueblos alcanza su plasmación más hermosa en los préstamos del euskera que adoptaron los mi'kmaq, que convierten su idioma en uno de los más condimentados por la lengua vasca, según Xabi Otero, organizador del Congreso Atlantiar y responsable de la visita a Euskal Herria de Stephen J. Augustine, jefe hereditario mi'kmaq. Con su presencia se recupera un vínculo que se remonta al menos al siglo XV, época de grandes expediciones vascas.

No se puede precisar cuál fue el encuentro original de ambas culturas pero en el tradición oral mi'kmaq han sobrevivido los detalles de uno de los primeros acercamientos. La reunión se selló, cómo no, con una "gran comida". El día anterior al banquete los vascos regalaron a los indios varias prendas de vestir. A cambio de comida también les entregaron una chaqueta del capitán -que originó después la reproducción del modelo que viste Augustine en la imagen situada a la derecha de estas líneas-. Antes de comenzar el ágape, "el capitán vasco enseñó a los mi'kmaq cómo sentarse en las sillas y cómo utilizar los cubiertos", evoca Augustine. El capitán empezó a rezar y al observar que uno de los jefes mi'kmaq aún llevaba puesto el sombrero, se lo quitó y lo colocó sobre una silla. Los mi'qmak entendieron que debían desprenderse de también de las otras prendas que les habían regalado y se quitaron toda la ropa que llevaban, ante la mirada primero perpleja y después divertida de los navegantes vascos. Todos acabaron riéndose.

La ausencia de una conquista territorial agresiva invisibilizó este episodio para la Historia. "Los vascos habían encontrado un buen sitio para la caza y para la pesca y, por supuesto, no se lo decían al vecino; además, no tenían necesidad de demostrar nada", explica Otero.

A falta del foco académico, las huellas de ese vínculo se revelaron en los instrumentos cotidianos bakalau que se utilizaba en algonquino como baccalaos, handi en algonquino era endia, gizona se decía kessona, baskoa como bascua, atorra (camisa) se dice atolai, adeskide se convirtió en adesquidex, anaia en ania, makila en makia, zurikoa (lo de los blancos) en souricua, y oreinak (alces, como ciervos) era orignac. Hoy en día en Québec, al alce se le denomina orignal, de oreina (ciervo en euskera) transmitida durante siglos por los autóctonos. El lingüista holandés Peter Bakker identificó esta lengua, mitad vasco, mitad algonquino. Además, ambos pueblos comparten el símbolo del lauburu o la estrella de 6 u 8 puntas que aparecen en los objetos de la vida cotidiana a lo largo de los siglos.

Con estas bases, Augustine y Otero preparan un libro para mostrar cómo eran (y cómo son en la actualidad) esas Primeras Naciones, los primeros pobladores a uno y otro lado del Atlántico, y establecer los nexos entre ambos.

discriminación y lucha

Vida contemporánea

Stephen J. Augustine fue alumbrado en 1949 en una reserva india. Al nacer, su abuela colocó su cabeza en la tierra y le puso bajo un manantial de agua helada para hacerle resistente frente a todos los elementos. Fue la primera prueba de una larga preparación hasta convertirse en el jefe hereditario del pueblo mi'qmak, compuesto en la actualidad por 35.000 personas, distribuidas en cinco provincias al este de Canadá Quebec, New Brunswick, Nova Scotia, Prince Edward Island y Newfoundland.

Desde joven sus abuelos le inculcaron las tradiciones. Completó su formación en la Universidad para aplicar en su pueblo conocimientos de distintas áreas: empleo, educación, trabajo social... Desde hace 16 años, ejerce como conservador especializado en la historia de su pueblo pero también de otros pueblos nativos de Canadá, en el Museo Nacional de Civilizaciones. Representa a su pueblo ante las Naciones Unidas, es uno de los delegados de Canadá en representación de los indígenas e integra la comisión de derechos humanos, en la que se pone el acento sobre la discrimación. Augustine afronta una tarea hercúlea. En Canadá, la Corte Suprema reconoce los derechos de los indígenas, pero el Gobierno se resiste a aplicarlos. La toponimia indígena, por ejemplo, solo se conserva en la reserva, pero en cuanto se abandona esta área, se sustituye por la europea.

Los mi'kmaq viven distribuidos en treinta reservas indias, a excepción de los que se han trasladado a vivir en la ciudad, como la hija mayor de Augustine, una abogada que reside en Ottawa. Con restricciones en los derechos de cacería y pesca, "en las reservas hay poco trabajo, las condiciones sociales son mucho peores que en Canadá, y padecen una deficiente alimentación", describe la bretona Arlette Sinquin, compañera de Augustine. La tasa de suicidio es quince veces más alta en las reservas que en el resto del país.

Muchos conflictos se originaron en la llamada Ley India, promulgada en 1876, que prohibió el uso de la lengua y las ceremonias indígenas. "Significó un control total", censura Sinquin, que cita que se separó a niños de sus familias. "Los que volvieron estaban entre los dos mundos: no hablaban la lengua de sus abuelos pero en el mundo blanco sufrían una gran discriminación", precisa Sinquin.

La labor de Augustine consiste en la transmisión del legado, que se reconozca la cultura como "algo esencial y legítimo" y "reconectar a los niños y jóvenes con sus tradiciones", un empeño en el que ha progresado en los últimos años, y al que alienta la estadística de la juventud de su población, frente al envejecimiento de la canadiense.

No pierden, además, el sentido del humor. "Los pueblos nativos canadienses bromean con que poseen un mal Servicio de Inmigración, porque dejaron entrar a todo el mundo y todos se quedaron", ríe Augustine.

vitoria. En su autorretrato El bohemio de Elgueta, Pablo Uranga "se gira hacia el espectador como si le hubiera interrumpido el hecho de pintar, con un gesto pícaro", describe Sara González de Aspuru. Y lo que trata de conseguir el Museo de Bellas Artes que ella dirige es precisamente eso, volverse hacia el trabajo del pintor gasteiztarra, cuyo sobrenombre se debe al intenso vínculo afectivo que mantuvo con la localidad de Debagoiena, y "rescatarlo de un cierto olvido injusto". La muestra que bautiza el propio título del lienzo y un estudio de Ana Arregui y Cristina Armentia son dos de las patas de un caballete que completa la propia fuerza del trabajo del autor.

Pablo Uranga fue alguien que pintó mucho. Mucho y bien. Pintó tanto que su trabajo -una pequeña parte- luce en la planta baja del palacio Augusti, dividido en áreas temáticas que susurran la realidad inmediata de su tiempo. Retratos y paisajes comparten espacio con la pátina histórica, la religiosa y la costumbrista, además de las escenas taurinas. Y es que hay cierta "tradición clásica española -Eugenio Lucas, Goya...-", según Arregui, en un autor "apasionado y más preocupado por el uso del color que por el dibujo", responsable de pequeños lienzos como Sokamuturra o de frescos y murales de iglesias que no puede recoger la pinacoteca -pero sí el catálogo-. Uranga funde vocación realista y trazo impresionista en una evolución que lo acerca a contemporáneos como Díaz de Olano -sin alcanzar su fuerza- o Zuloaga, con quien compartió estancias en Segovia, de donde emergen óleos como San Juan de los Caballeros. En una evolución que bebe, en su primera época parisina, de colegas valencianos de quienes absorbe la luminosidad.

íntima La muestra, visible hasta el 16 de septiembre, reúne el lado oficial y la vertiente íntima, haciendo aflorar "tablas pequeñas, procedentes de la familia, con bocetos", selección denominada Pequeños paisajes, que se contrapone, por ejemplo a los dos grandes lienzos verticales que recogen a Bonifacia Ruiz de Lezama y Miguel Gómez Arriaga. Una amplia paleta que desencadenará aún más combinaciones. "Lo tenemos comprobado, en cuanto se ponen en marcha este tipo de exposiciones empieza a llamar la gente pues yo también tengo un Uranga". El anticuario, Subida a la ermita del Cristo (Labastida) o Prueba de bueyes en Elgueta son algunas de las piezas que llaman la atención en la muestra, que contó desde el principio, sin conocer siquiera los detalles, con el apoyo de la diputada de Cultura Icíar Lamarain, dando continuidad a un proyecto de dos años. "¿Por qué? Yo tengo algo que ver con Elgeta", reconoció, en alusión a sus antepasados familiares.

Con su inseparable txapela y sus no menos adjuntos pinceles, Uranga observa la exposición desde el lienzo en el que autorretrató su propio gesto. Fue la cultura gitana, alérgica a lo sedentario, la primera en tomar el adjetivo bohemio, nacido de su original Bohemia checa. La Gitana con abanico está justo frente al lienzo en el que Uranga se inmortaliza. Quizás se están mirando. La bohemia y el bohemio.