si la semilla es auténtica y la tierra está dispuesta, raro es que la planta no crezca imparable. Durante doce años lo hizo, en medio de la fértil Llanada Alavesa, una especie que se negó a los cultivos endémicos, que, en su afán de rebeldía -esta la llevaban de serie, congénita-, logró regenerar las raíces y abonarlas de modernidad. Y todo ello con energía, con rebeldía, con gamberismo activo y contestatario. Y todo ello sin clichés, sin rendir cuentas a nadie, sin pensar, sin dejar de moverse.

La vida se puede medir en muy diversas frecuencias de calendario. En estaciones, en cumpleaños... O en Nocheviejas. En la de 1981, hace ya treinta años, echaba a cantar el que es probablemente -sin permiso de nadie- el grupo de rock euskaldun de las últimas décadas. Con actitud (punk), con ritmo (ska) y con energía (rock), Hertzainak nacía al mundo sin tapujos ni cadenas. Con un futuro incierto -¿acaso lo había?- que hacía mirar más al presente que a ningún otro tiempo.

Nacía Hertzainak, aunque ya había nacido. Aunque llevaba tiempo en la cabeza de Xabier Montoia Gamma y de Josu Zabala. El primero, recién llegado de Londres, todavía erizada la piel por ecos de The Clash y Sex Pistols. El segundo, sumando un bagaje social y musical más que variado, desde apoyo a los bertsos de Xabier Amuriza hasta ingrediente del debutante Hautsi da anphora de Ruper.

Estaba la inspiración londinense. Estaba el convencimiento de los dos impulsores. Y, alrededor, estaba también esa tierra, ese caldo de cultivo de una Gasteiz en plena efervescencia política y musical, con un Casco Viejo conquistado por bares donde el rock era la única decoración posible, con cuadrillas de jóvenes que comenzaban a arracimarse en torno a los tocadiscos, con diversión, poteo y drogas como esperántico lenguaje, a veces propicio y empático, a veces demasiado acelerado. Sotano, Okendo, Refugio, Parnaso, Larri, Bodegón, Txantxiku... Algunos caídos, la mayoría, cambiados, el rosario de barras comenzaba a poner telón de fondo a esa venidera etiqueta de rock radical vasco que no gustó a nadie, de la que todos renegaron. A nadie le gustan los juicios. Y los adjetivos nacieron con ese rango.

Hertzainak nació. Pero ya había nacido. Gamma y Zabala habían iniciado un anárquico reclutamiento de miembros, movido más por la actitud del músico al que se dirigían que por la coherencia formal de su trabajo, por su imaginario musical y vital que por la forma en que clavaba su instrumento en el casting improvisado. Llegaron a esa noche primigenia -junto al vocalista y al bajista- Tito (saxo), Delfo (guitarra), Kike (guitarra), Kurro (batería). Y algunos no pasaron por el grupo más allá de aquel fundacional cambio de año. Pero estuvieron. Y todo el que pasó forma parte de la memoria, del necesario pasado. Llevaban un tiempo ensayando en los locales de Josu en Gamarra. Y el tiempo, al final, acabó llegando. Tiempo de presentarse ante un público que oía desde meses atrás hablar de ellos, hecho de esa baska que conformaba la incipiente familia paralela. El día a día, la calle, el Casco Viejo...

Fue en la asociación de vecinos de Aranbizkarra. Y en el bar Mikeldi. Porque la primera actuación de Her-tzainak fueron dos, un concierto doble de esos que dio en repetir más adelante el grupo, acabando la primera sesión y trasladando los trastos a otra. Había ganas de seguir tocando. Y podían ejercer perfectamente como sus propios teloneros. Quedaban más tragos por beber. Más noche por conquistar. Más presente que respirar.

Hertzainak nacía con ganas de escupir ritmo, de gritar con baile que estaba harto de los estereotipos del momento, del nacionalismo folkloriko y burgués. Y lo hacía con instrumentos de quinta mano, con nociones musicales diversas, y con una actitud que barría cualquier eco obsoleto, cualquier conato de reflejo del modelo de cantautor autóctono. Porque Hertzainak no podía sino cantar en euskera tanto a los tabúes localistas como a las imposiciones estatales, con un pasotismo activo -no solo queda amorrarse a la barra del bar- y un juego de llaves de terrorismo cultural.

"Así que nos planteamos seriamente que en este país no hay nadie que se meta con la basca de aquí. Parece que los vascos no vamos a decir jamás un juramento. Estamos hasta los cojones de que digan que en euskera no hay tacos. ¿Cuándo cojones vamos a poner unos buenos tacos en euskera? Ves que aquí nadie está golpeando ni removiendo este país ni dando por culo a nadie. Musicalmente, aquí tienes entonces al Lertxundi y letras borrokas pero políticas. Nosotros queríamos pasar de ese rollo totalmente, es decir, que la música y tu actitud de vida fueran más o menos la misma cosa", afirma Zabala en Hertzainak. La confesión radical, esa biblia sobre la banda que firmaron Elena López y Pedro Espinosa, sin la que este reportaje no sería este reportaje.

Hertzainak nació en la época de los primeros técnicos de sonido en los conciertos, esos tipos con las enormes mesas llenas de botones en medio de la pista. La época en que la música descubría su privilegiado caracter de altavoz masivo, más allá del decibelio. De protesta, más allá de la metáfora política. Música directa al corazón de los pensamientos, al cerebro más visceral.

Hertzainak, Espe, Eh Txo, Rokanrol Batzokian, Walk on the Walk Side -el tema que convenció para fichar a Kike- y algunas canciones de New York Dolls fueron las primeras piezas del primer repertorio público de Hertzainak, una banda que -dice el recuerdo amontonado- se bautizó a la salida de Dadá, por préstamo semántico, tras escuchar un tema de Police.

cambios Pronto llegarían cambios. Txanpi por Kurro. Gari -un joven cantante que militaba en Ziper- por Gamma, que luego formó M-ak. Porque no hay crecimiento sin cambios. Ni Hertzainak podía evolucionar sin una nueva reunión, sin otra comida, sin la enésima borrachera.

La raíz musical había sido replantada. La triki de Josu -en aquel primer concierto se calzó el bajo- también formaba parte de la mezcla, pero la idea misma era más poderosa que ninguna otra cosa, que los instrumentos. No era punk, ni ska, ni rock, aunque era todas esas cosas, un impulso espontáneo pero alimentado de plena consciencia. De la intuición musical de Josu Zabala, unida a la pegada de Txanpi, los riffs de Kike y los empáticos alaridos de Gari, un mejunje -como un buen combinado de esa Euskadi Tropikala por la que viajó- que tenía la virtud de despertar a los cuerpos y excitar a las mentes, que transmitía alegría aderezada de mensaje. Estribillos para perder los estribos. Rebeldía basada en no pensar lo que se dice sino decir lo que se piensa. Lo que se canta.

Todo empezó hace tres décadas. Como tenía que empezar. Con una semilla auténtica. Con una tierra fértil. La misma en la que crecieron siete discos. Con Soñua, con Elkar, con Oihuka... La misma que les llevó a Suiza, Alemania, Irlanda, Cuba... La misma que les trajo los teclados y el violín de Bingen Mendizabal. La misma que ha marcado para siempre sus hitos en el territorio de la música vasca: Ta ezer ez da berdin, Pakean utzi arte, Bi minutuero, Amets prefabrikatuak, Ez dago ilusio faltsurik, Eutsi gogor!, Larru beltzak y -cómo no- la erizadora Aitormena.

Porque, aunque desde hace casi dos décadas (Anoeta, 1993) permanece en barbecho, el legado que dejó Her-tzainak sigue vivo en el espacio más imborrable, en el disco duro de una generación y de las que han venido detrás. Porque Hertzainak es hijo de su tiempo, de la coyuntura, pero su energía es imperecedera por haber sabido tocar las claves de la música en su estado universal. Sin sueños prefabricados. Con verdades más allá de la confesión.