Donostia. ¿Se cansa un actor al estar tanto tiempo inmerso en una misma historia?

Sí, se cansa. Pero, tal y como está el ámbito teatral, no han sido tres años continuados en los que todos los días se interpreta la obra, tal y como se hacía antes. El personaje que interpreto, Shylock, exige mucho, como todos los personajes de Shakespeare, un autor que no tiene truco. Llega a lo más profundo del alma, del ser humano.

¿Sigue descubriendo nuevos ángulos a Shylock?

Shakespeare, igual que nuestros autores del Siglo de Oro, es un clásico porque trata de asuntos que trascienden más allá del tiempo, que son eternos, como la ira, el rencor, la venganza, los celos, el amor... Por eso mismo son personajes enormemente complejos. ¿Si tiene resquicios que voy descubriendo? Naturalmente que sí. Shylock es vengativo, irascible, usurero, pero eso viene motivado por algo que Shakespeare explica perfectamente.

¿A qué causas se refiere?

Habría que situarse en la Venecia de 1470, donde el pueblo judío ya llevaba tras de sí una carga de sufrimiento y marginación. Era un pueblo oprimido. Aunque haya varias historias que se entrelazan dentro de El mercader de Venecia y que convergen en la historia, el eje central es el enfrentamiento con el poder establecido, en manos de los cristianos, ricos mercaderes de Venecia, y el pueblo judío que se ganaba la vida como Dios le daba a entender, a través de la usura.

¿Shylock es un personaje que va más allá de la bajeza moral que aparentemente transmite?

Lucha contra lo que se le niega y se revuelve como un gato panza arriba. Es mucho más que el arquetipo de usurero, maligno, rencoroso. Es un hombre culto, inteligente, que sufre muchas cosas, al que se le despoja de todo. Ante eso, lucha con toda su alma.

¿Tachar a esta obra de racista es, por lo tanto, un análisis simplista?

No es para nada racista. En Israel esta obra está censurada, donde a Shakespeare se le ha tachado de antisemita por ella. Eso es fruto de una mala lectura, porque si se lee bien, como nosotros hemos pretendido, modestamente, la mayor crueldad que se comete no está en manos del judío usurero, sino en el poder establecido: los mercaderes cristianos. Los judíos en aquella época estaban marginados y no acumulaban propiedades porque podían ser expulsados. Por eso comerciaban con cosas pequeñas como anillos y joyas. Si nos quedamos en la epidermis de Shylock, vemos el judío vengativo, irascible, rencoroso... pero si ahondamos más en él, vemos a un personaje que se rebela contra el poder establecido.

¿Cómo explicaría la permanencia y la vigencia de esta obra -y de otras- tantos siglos después?

El teatro es una especie de contrasentido. Es eterno, pero por ello mismo es fugaz. El actor en sí mismo no es un artista mayor porque es fugaz. Si en el teatro Victoria Eugenia, Dios lo quiera, hay 900 espectadores, son 1.800 ojos pendientes de cada gesto, de cada palabra, de cada matiz que el actor sea capaz de transmitir sobre un texto escrito por un autor. Sobre estas patas se asienta una obra: autor, público y actor. Mientras eso exista, el teatro no morirá nunca. El arte de interpretar se desvanece en un silencio, en una pausa. Es entonces cuando el actor se siente artista. Interpretar es fugaz. Mañana (por hoy) actuamos en San Sebastián y cada espectador dirá si le ha gustado o no, y si, aunque sea un segundo, se le ha quedado grabado un matiz, un gesto, una lágrima. Por ello, la grandeza del teatro se basa en su fugacidad.