EL nombre ensalada proviene de la palabra latina zelada, o sea, salada. La zelada a la antigua era un plato casi obligatorio de los grandes festines en el Milán del siglo XV. A diferencia de lo que hoy entendemos por tal nombre, se trataba entonces de un guiso líquido y naturalmente "salado", que se aderezaba con múltiples condimentos. Este guiso, que se servía caliente y en copas individuales, se componía fundamentalmente de distintos frutos y hortalizas. Ahora bien, en un primer momento, nunca frescas sino conservadas en salazón o vinagre, lo que llamamos genéricamente "encurtidos", y tales como aceitunas, pepinillos o cebolletas. Más tarde, y por una evolución lógica a la naturalidad, comienzan a intervenir verduras frescas, tanto cocidas como crudas, retomando la tradición de los "acetaria" de la Roma antigua.

Un siglo más tarde, en el XVI, la transformación de la ensalada en algo similar al concepto actual se había producido y, como señalan los historiadores, "se sustituyeron las salsas por un aliño de aceite y vinagre sobre verduras y hortalizas crudas".

Hay muchos ejemplos muy significativos del tremendo auge de las ensaladas en el siglo XVIII, como señala Brillat Savarin en uno de los sabrosos fragmentos de sus "variedades" (dentro de su conocido libro la Fisiología del gusto). Nos cuenta el gastrónomo galo la historia de un francés que se enriqueció en Londres por su habilidad en el aliño de las ensaladas. Se trataba de un exiliado de la Revolución llamado d"Albignac. La historia no tiene desperdicio. Estando comiendo el personaje en cuestión un roastbeef en una de las más conocidas de las fondas londinenses -pese a la precaria situación económica en que se encontraba-, fue abordado por unos acomodados jóvenes que, acercándose a su mesa, le dijeron: "Monsieur, se dice que vuestra nación se distingue por el arte de hacer ensaladas. ¿Seríais tan amable que nos honráseis preparándonos una?" Y así sucedió de inmediato. El éxito de esta primera ensalada propagada por aquellos chicos de "casa bien", y por tanto muy relacionados con la alta sociedad londinense, fue determinante. Y así, pronto tuvo un coche para trasladarse a los diversos lugares de donde le llamaban, así como un criado que llevaba en un neceser de caoba todos los ingredientes con los que había enriquecido su repertorio, tales como vinagres de diversos perfumes, aceites con o sin sabor de frutas, soja, caviar, trufas, anchoas, jugos de carne e incluso yemas de huevo. Sin duda, fue este caballero no sólo un precursor del catering sino, sobre todo, de las ensaladas condimentadas, en las que la variedad actual ronda el infinito y se prestan a todas las fantasías que la imaginación de un cocinero se lo permita.

Y, sin duda, todo buen cocinero debe aplicar la célebre máxima por la que se determina que la ensalada ideal debe siempre estar preparada por diversas personas: un estoico para escogerla y limpiarla, un sabio filósofo para sazonarla, un "roñoso" para echar el vinagre, un "derrochador" con el aceite y un "loco" para mezclarla. A lo que se suele añadir un refinado gourmet para vigilar toda esa operación tan aparentemente sencilla pero a la vez delicada. En la ensalada es vital el realce de la salsa vinagreta hecha con los fantásticos vinagres que disponemos -para mi gusto el mejor el de Jerez- y, por supuesto, un buen aceite de oliva virgen extra. Siguiendo las sabias palabras del poeta Pablo Neruda, "el aceite llave celeste de la mayonesa se derrama sobre la lechuga, suave y sabrosa".