Crítica de la película Anora: poor woman

Sin velos ni paños calientes, sin glamur y en clave de humor negro, Anora parte de una situación parecida. Una scort, eufemismo de prostituta para clientes adinerados, reitera sus servicios para un descerebrado. Un cretino hijo de unos multimillonarios rusos se encapricha con ella dando lugar a un cuento grotesco y patético. Sean Baker (Nueva Jersey, 1971) un cineasta inclasificable, autor de piezas memorables como The Florida Project y Red Rocket, cultiva el espíritu transgresor del cine indie norteamericano de los 70 con la versatilidad de autores del presente como Jacques Audiard. Armado con su libro de estilo, recorrer los márgenes y las cunetas del sueño americano.

Entre fornicación y fornicación se nos hace saber que estos amantes escenifican la representación de la banalidad del lujo. El cretino de oro representa el futuro de ese 1% de la población que posee el 95% del dinero. Caprichoso, gilipollas, inmaduro y criminal, se ofrece como la gran esperanza de una joven prostituta, carne de picadora. Anora, ganó en Cannes provocando la pregunta de ¿qué vio en ella el jurado? De entrada percibió una historia articulada en tres actos. En el primero todo pertenece a la piel. En el segundo, todo se vuelve comedia loca, una vuelta de tuerca a la screwball comedy con ácido y humor. En el último acto Baker se reconcilia con Anora, y nos recuerda que está de su lado y junto a autores como Hakws, Verhoeven y Jarmusch. Por eso ganó la Palma de Oro.