La Klasika de Donostia fue preciosa, mostrando un ciclismo ofensivo, y con la incertidumbre por el desenlace latente hasta el último kilómetro. Con la Klasika demasiado cerca del Tour, a menos de una semana de su finalización, los corredores más destacados fueron quienes no habían disputado la ronda francesa, y tenían las piernas más frescas. Las fechas de esta carrera se han ido moviendo, no mucho, porque siempre fue cerca de la Semana Grande, las fiestas de la ciudad, pero otros años mediaban más días desde el Tour, y eso hacía que los protagonistas fueran ciclistas que lo habían disputado. Tenían el ritmo que da una gran vuelta, y habían tenido tiempo para descansar. Esta vez, tan cerca de París, los que participaron allí tenían las piernas aún pesadas. Las piernas y la cabeza, porque una vuelta de tres semanas es tan estresante que deja vacío de ganas, vacío de deseo de bicicleta, y esto es decisivo para aguantar en los momentos de sufrimiento, que siempre suceden, también a los vencedores. Ya lo dijo Pogacar al terminar, necesitaba irse a casa, olvidarse de la bici, hacer otras cosas.
La historia de la Klasika refleja el movimiento del ciclismo hacia la globalización. Cuando nació, en 1981, era una carrera sin la importancia internacional que tiene ahora. Casi podríamos decir que era un ingrediente más, dada nuestra afición al ciclismo, de las fiestas de Donostia. Y casi siempre ganaba Marino Lejarreta, escapándose en Jaizkibel. Poco a poco fue atrayendo a corredores de más postín, porque su ubicación en el calendario era idónea. Tras el Tour y antes de la Vuelta, no había demasiadas carreras, la ciudad era hermosa, y aquí se trataba muy bien a los ciclistas. Así fue creciendo la prueba, hasta que quedó incorporada al calendario de la Unión Ciclista Internacional con la máxima categoría. Lo que permitió que llamarla Klasika fuera algo serio y no una broma, dada su juventud. Los ganadores subieron en quilates, Indurain, Armstrong, Van der Poel (padre), Bugno, Raúl Alcalá, Rebellin, Casagrande, Jalabert, Bettini, Valverde, Gilbert, Kwiatkowski, Evenepoel, etc. Un palmarés muy ilustre.
A esa lista se añadió ayer Ciccone, otro gran corredor, un fenomenal escalador. La carrera se decidió en el puerto de Erlaitz, en sus cuatro kilómetros con más del 10% de pendiente constante. Cerca de la cima atacó Del Toro, tras el intenso ritmo que puso Roglic al comienzo. Al mexicano Del Toro sólo le pudo seguir Ciccone.
Rodaron relevándose los 40 kilómetros que faltaban, pero parecía que Ciccone se entregaba menos, que iba guardando fuerzas. Así fue, porque cuando, en una jugada estratégica del UAE, llegó desde atrás Christen, el compañero del mexicano, atacando en la cuesta de Murgil, Ciccone no sólo le siguió sino que le remachó, yéndose solo. Me alegro por el italiano, a quien muchas veces no ha acompañado la fortuna. Y me alegro también porque rompe la hegemonía del UAE, mostrando que son vencibles.
Los dos puertos míticos de esta prueba, Jaizkibel y Erlaitz, no existían antes de la Guerra Civil; fueron construidos por presos republicanos, y hay que decirlo, para que se sepa, aunque a veces me repita. El decisivo Erlaitz existía, pero sólo desde Irun hasta la base de ataque a las Peñas de Aia, donde hay un viejo nevero excavado en la roca, en el que se guardaba nieve recogida en invierno. Eran otros tiempos en los que era necesario el hielo, y en los que nevaba. De allí en adelante, por donde los corredores bajaron, no existía más que un camino rural para ir hacia Oiartzun y a los caseríos de la zona. Muy cerca de la cima, junto a la carretera hecha por los presos, está uno de esos caseríos de triste recuerdo para todos los demócratas, el caserío de Pikoketa.
Allí, el 11 de agosto de 1936, las tropas franquistas que subieron desde Ergoien, en Oiartzun, capturaron a una veintena de republicanos que estaban en esa posición. Estaban allí para contribuir a la defensa de Irun, ante el posible asalto de los franquistas por las Peñas de Aia. Eran algunos carabineros leales a la República, junto a un grupo de chicas y chicos, jóvenes militantes de la juventud comunista de Irun. Tras ser apresados, el coronel franquista Beorlegui ordenó su asesinato, siendo fusilados contra la pared del caserío. Alguna vez hablé de Agapito y Mercedes, dos de ese grupo, unos Romeo y Julieta republicanos, pues eligieron ese destino para estar juntos por amor. Y entre los fusilados también estaba Bernardo Usabiaga, de 17 años, un ciclista de la FUE, la Federación Universitaria y Escolar, el sindicato estudiantil de izquierdas. Bernardo, que había participado, sobre una bicicleta de marca Wonder, junto a su hermano mayor, Marcelo, en el campeonato escolar de ciclismo dos años antes.
Se trataba de una prueba que organizaban los sindicatos estudiantiles de la República. Ese campeonato provincial, disputado el 26 de agosto de 1934 se dilucidó al sprint, lo ganó Agustín Mendizábal, de la Asociación de Estudiantes Vascos. Marcelo era uno de los favoritos, según cuenta la prensa de la época, a tenor de sus resultados anteriores, pero ese día, sin la épica de una escapada, prefirió llegar en el pelotón junto a Bernardo; cuyos restos siguen en Pikoketa, junto a la carretera de la Klasika.